por Jurxdo Imamura
Qué grande tuvo que ser el impacto sufrido por Charles Chaplin, después de observar imágenes sobre la fiebre del oro de 1896 en Klondike, Canadá, para que este genio del cine ganara un enorme interés en los gambusinos de finales del siglo XIX, y tener totalmente terminado, tan sólo dos meses después de estrenado su único fracaso comercial, Una Mujer de París (1923), –situación febril que no volvió a repetir en su carrera–, un guión que convertía a su famosa figura del vagabundo en un ¿ambicioso? Buscador de oro. Dicho argumento, al que inicialmente llamaría The Lucky Strike, fue el que, en palabras del mismo Chaplin, más facilidad había tenido para crearlo.
Después del desentendimiento del público que supuso su filme de 1923 (el cual no protagonizó), decidió trabajar inmediatamente en La quimera del oro (1925), película que se convirtió en un trepidante éxito rotundo. Vista como una maravilla tanto para la crítica, como para las audiencias, y más importante aún, para el mismo cineasta, La quimera contiene una enorme cantidad de imágenes icónicas de la historia del cine: basta con recordar al personaje de Big Jim alucinando la transformación del vagabundo en un enorme pollo, o al mismo Charlot cocinando sus zapatos y por supuesto el inolvidable ballet del pan.
Casi 20 años después, entre los discursos pacifistas de El gran dictador (1940) y el vals triste del feminicidio en Monsieur Verdoux (1947), en medio de su más exacerbada y polémica entrega política pro URSS a lado de Orson Welles, y con un proyecto de largometraje dejado al abandono desde antes de comenzarlo (Shadow and Substance), Charles Chaplin decidió dar una nueva interpretación a la obra que consideraría él mismo su mayor legado cinematográfico a la humanidad. En 1942 Chaplin reeditó el filme que había facturado ya, en 1925. Es legítimo pensar que su elección recayó en ese título y no en otro para entregar a los nuevos espectadores del cine, ávidos del sonido, una película suya. Pero además fue temerario con la audiencia, pues dobló e interpretó a todos los personajes, así como la voz del narrador que sustituía al intertitulado.
La exigencia musical de Chaplin no tenía precedentes en el cine, ni ha tenido sucesiones que se le igualen. Uno de los pocos datos ignorados por seguidores del mimo, es que también buscó fortuna en la industria de la música popular, y al sincronizarse imagen y sonido, naturalmente, el cómico se dio a la tarea de grabar la música que acompañaría por siempre a sus películas, aunque no llevaran diálogos: tal es el caso de Luces de la ciudad (1931) y Tiempos modernos (1936), la cual, inclusive, llevó a la fama una de sus canciones, popularizada desde un inicio por Nat King Cole: “Smile”. Para El gran dictador Chaplin enmarcó su voz con variaciones musicales de Wagner y de Brahms. Es así como decide, después de esa trayectoria musical, escribir la música para La quimera del oro, en donde, a lado del ruso Max Terr, compuso un pastiche de varias canciones que escuchaban los exploradores de oro combinadas con una lírica musical que representaba una línea dramática bien estudiada y ensayada, y que ya podía tildarse de chaplinesca.
La voz del narrador, a primera “vista”, desconcierta. Subida en un tono que parecería fuera de lugar, a muchos espectadores causa extrañeza, y a ratos, siempre en comparación con la anterior versión de la película, desilusión. No obstante el narrador en la película es parte de un personaje-gag elaborado. La película gana tiempo al quitar los intertítulos y un par de secuencias más, pues Chaplin decide erigirse en el mejor juez de su obra borrando dos secuencias. Pudoroso y ansioso por la congruencia de su obra, quita el beso, la escena final de 1925, pero que en 1942 no sentía como una conclusión a la Chaplin, en donde ha de haber siempre una despedida ambigua.
Por otro lado resta importancia a la relación violenta que la bella Georgia entabla con el exitoso gambusino, Jack Cameron, y corta aquí y allá momentos claves para entender el desasosiego de la chica. Esos cortes exigieron un nuevo ritmo y el contrato de un editor que entendiera los giros que le había dado Chaplin. Así, la tarea que el mismo Chaplin había desempeñado para la versión del 25, recayó en Harold McGhan, un naciente editor –sin más futuro que esta película y Candilejas (1952), en donde apoyó a Chaplin en la sonorización- que podía maniobrar sin prejuicios los deseos perfeccionistas del director. El resultado, una obra revisitada de gran alcance en cuanto a lenguaje fílmico, acreedora a dos premios Oscar, uno por composición para Max Terr y el otro para la mejor edición de sonido para James L. Fields.
14.08.14