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Donde el invierno no cesa...

por Dulce Madrigal

 

Bajo una perspectiva cercana al documental, una imagen limpia y un bien trabajado guión que obedece a la psicología de los personajes, aparece El gigante egoísta (2013), la producción de la realizadora Clio Barnard, basada en la obra homónima de Oscar Wilde.

Sólida, circular y emotiva, la historia se centra en la relación de amistad que viven Arbor y Swifty, dos pequeños que coinciden en las dificultades de una familia disfuncional. Ellos, perdidos, marginados cada uno por distinta razón, están unidos por el lazo más fuerte que puede llegarse a desarrollar en la infancia: la amistad. Arbor padece déficit de atención e hiperactividad y es cuidado por su madre y su explosivo hermano mayor. A menudo sufre de crisis en las que no puede contralar su ira y es ahí donde aparece Swifty, el hijo mayor de una familia con severos problemas económicos, una madre temerosa, un padre aparentemente sin oficio, desesperado por vender los contados bienes que la numerosa familia posee, y una media docena de hermanos hambrientos.

Los chicos, casi sin darse cuenta, comienzan a trabajar como recolectores de chatarra para Kitten, un ambicioso comerciante del pueblo, quien dirige no sólo a ellos, sino a un séquito completo de infantes que realizan la misma labor. Swifty tiene una increíble empatía con los animales, especialmente con los caballos, razón por la que sigue trabajando para Kitten, quien le permite estar cerca de su corcel Diesel. Durante el desarrollo de la historia observamos cómo los protagonistas van tomando caminos distintos, lo cual se representa con situaciones increíblemente verosímiles. A pesar de ello, el espíritu noble de los infantes prevalece y su relación no tambalea ni un instante.

Barnad tiene un uso notable de su bien trabajado ojo documentalista y logra crear un montaje que por sí solo habla, grita, desgarra con base, únicamente, en el sonido ambiental. Los diálogos son mesurados pero asertivamente crudos; ninguna verdad resuena más que cuando hace eco desde la boca de un infante.

Simultáneamente apreciamos en la pantalla una paleta de colores que va de los azules grisáceos, hasta unos pocos nacarados cálidos bien distribuidos. En el filme nunca dejamos de sentir el invierno británico. Apreciamos los escenarios a través de grandes tomas abiertas. Enormes. Desde el campo donde se ubican las vías del tren, hasta el inmundo taller de Kitten. Escenas que nos hablan de una realidad latente. El chatarrero viene a representar la fuerza del capital, esa fuerza mordaz que no se toca el corazón para considerar a ninguno de sus trabajadores. Les ve como una más de sus herramientas de trabajo y el ciclo continúa sin desestabilizarse. Y ¿quiénes laboran para él? Ellos, los marginados, aquellos que no han tenido mucha opción de elegir. Los que caminan con las manos, la cara y la ropa sucia. Quienes ponen su vida en peligro por conseguir unas cuantas libras más. Es quizás ahí donde radica la ferocidad del planteamiento.

El desenlace llega con un choque ensordecedor el cual genera que hasta el más escéptico de los espectadores se hunda por un momento en la butaca y sobrepase un nudo en la garganta. El argumento culmina con una estoica coherencia en la dirección del mismo y abruma por su aspereza y verosimilitud. No se trata únicamente de una historia de amor o desgracia, hablamos de un panorama que es real y divisable en miles de escenarios. El gigante egoísta se convierte, entonces, en una poética crítica social, que enmudece momentáneamente después de haber presenciado la película.

Entendemos así, que hay lugares en los que el invierno no cesa nunca.

 

14.08.15

Dulce Madrigal


@caminodormida
Cuentera olvidadiza. Entusiasta del soliloquio. Cree en el cine como un acto conciliatorio con la realidad. Siempre tiene hambre.....ver perfil
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