por Samuel Rodríguez Medina.
Las pinturas de las cuevas de Altamira han cobrado vida: se mueven, giran, se golpean, caen, se levantan, danzan sobre la piedra. El mundo ha encontrado su doble.
La incesante marcha del universo encuentra su espejo en la sala de cine, el inquietante movimiento del mundo se comprime en un filme para acudir al encuentro con el espectador. Como en las cuevas de Altamira, las imágenes dicen algo; el movimiento de la imagen está ungido por la mirada del director, ese hechicero contemporáneo que tiene el don de extraer de la agitación infinita instantes privilegiados que hacen visibles las fuerzas que pueblan la existencia.
Entrar a la sala de cine es experimentar a un arrebato mágico; el mundo se oscurece, el ambiente es otro. Un súbito crepúsculo se cierne sobre el tiempo, la oscuridad sólo es rota por el haz de luz que aparece en el fondo de la sala. Este movimiento mágico es en realidad un triunfo sobre la incertidumbre en el que las imágenes rompen las tinieblas.
La magia de la imagen-movimiento nos acoge en una sinfonía espectral de claroscuros, una vez entregados a este encanto, el recuerdo de la caverna es sumamente notorio. Las inscripciones en la cueva prehistórica emitían signos en los que el hombre encontraba una autocomprensión, los signos grabados en la caverna le daban al espectador primitivo coordenadas tanto físicas como sobrenaturales. La imagen-movimiento del cine contiene asimismo signos luminosos que van cargados de resonancias espirituales y despliegan toda una visión de la existencia. En la sala de cine la vida habla desde la luz, el espectador escucha desde la sombra; el espectador entra en el transe de la pausa, la pantalla en el transe del movimiento, las imágenes cobran vida repentinamente, escuchamos al bisonte de Altamira respirando sobre nosotros. De pronto nos damos cuenta de algo que parecía olvidado: mientras el nuevo bisonte de Altamira respira y deambula de un lado a otro de la pantalla, nadie puede hablar, los movimientos bruscos resultan indeseables, el mundo de afuera debe quedar en la lejanía. Mientras dure el filme el teléfono debe callar; en el cine el tiempo y el espacio sufren una súbita sacralización, la sala es un paréntesis sagrado en un mundo cada vez más profano.
La vuelta a la caverna nos promete ese acto de recogimiento. El cine, en su papel de cueva contemporánea, cumple la promesa al exigir de nosotros un voto de quietud mientras dure la función. Por unos instantes el hombre debe callar y ver, la luz y la imagen hablaran del mundo. Igual que nuestros antepasados, hemos visto a los espíritus dentro de la caverna, hemos hecho el esfuerzo por interpretar los mensajes de la gruta, el mundo nuevamente se ha revelado en lo profundo de una cueva. Al final regresaremos transformados al exterior.
El cine despierta esa parte íntima de nosotros que ha permanecido intocable durante milenos. El bisonte móvil y luminoso que aparece en todas las salas embiste directamente al primer hombre que habita en nosotros, aquel que acude a la caverna para elevarse sobre la dureza de la vida.
Asistir a al cine no es sólo un entretenimiento, su resonancia espiritual va más allá. Reducir un filme a entretenimiento sería otorgarle el más pobre de los roles. En una época carente de reflexión y de recogimiento, el cine propone un retorno a la caverna, a ese sitio sagrado donde el hombre no tiene más remedio que retirarse del mundo un momento y enfrentarse con las fuerzas vivas que habitan el instante. El cine es la cueva mística a donde acudimos silenciosamente, donde nos dejamos embestir por la furia primigenia del hermoso y demoledor bisonte que aparece ante nosotros para que no olvidemos la milenaria fragilidad que nos habita.
22.06.16