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El hombre de la moviola o...

... Las historias del Desencanto contra las estrategias de la Mano Negra

 

por Daniel González Dueñas

 

Nota introductoria

En 1991 Salvador Prieto, del Centro Internacional de Estudios Sociocríticos e Hispanoamericanos de la Universidad de Guadalajara, me hizo una entrevista que por razones azarosas quedó inédita. Hoy rescato un fragmento de ella, a petición de F.I.L.M.E., con la intención de mostrar que nada ha cambiado desde entonces en el contexto del cine mexicano, salvo una cosa: que ya ni siquiera existe tal contexto.

         Se trata de una paradoja considerable que sólo puede comprenderse a partir del gatopardismo: todo ha cambiado incesantemente para no cambiar en absoluto en lo profundo. Por ejemplo, ha habido un cambio indudable: ya ni siquiera se intenta que una película mexicana de cierta exigencia expresiva compita con el cine norteamericano en la cartelera comercial, como lograron hacerlo en su momento dos que aquí se mencionan (Danzón de María Novaro, Retorno a Aztlán de Juan Mora, ambas de 1991). Desde entonces era ya casi una ley el que una película mexicana que quisiera arriesgarse a esa competencia, de entrada debería dejar de ser mexicana, es decir, vestirse por completo de cine hollywoodense, tanto en forma como en contenido (Sólo con tu pareja de Alfonso Cuarón, 1991; Cronos de Guillermo del Toro, 1993; Amores perros de Alejandro González Iñárritu, 2001, etcétera). La única excepción parece haber sido Como agua para chocolate de Alfonso Arau (1993).

         Ha habido otro cambio para peor: los cineastas mexicanos ya no piensan en “debutar en la industria”. En 1990 había al menos, si no una industria, sí un simulacro y una “idea”: la de que el camino “natural” de la gente de cine era incorporarse a la industria fílmica o, en su otro nombre, a la cinematografía mexicana. Ni siquiera esa idea subsiste ahora. Los cineastas ya no piensan en incorporarse a nada sino simplemente en desarrollar individualmente “estrategias de mercado” para lograr que una película se difunda; para algunos de estos cineastas, la única opción es confiar en el impulso de los festivales internacionales (por ejemplo el cine de Julián Hernández); para otros el desafío estriba en utilizar las nuevas tecnologías —y no ser utilizado por ellas— para encontrar vías alternativas y decir algo más que la propia inercia del medio y de los lenguajes técnicos (el mejor ejemplo de esta inercia que sólo se refleja a sí misma y no admite ninguna enunciación real es el video-clip). Este es el caso de Historias del Desencanto (1996-2005) de Alejandro Valle, al parecer el único cineasta que ha logrado servirse del medio con objeto de expresar —de una manera necesariamente sui generis— las oscuridades de su época y las amarguras de su generación [Ese título, su único largometraje, es una legendaria pieza de arte visual que puede verse como un filme en sí o como un largometraje interactivo para medios no lineales. N. del E.].

         En suma: nada ha cambiado sino en el sentido de que, por una parte, se han afinado las estrategias de la Mano Negra, y por otra, siguen acumulándose las historias del Desencanto. (DGD)

 

Salvador Prieto: Luego del estreno de Historias violentas en la Muestra Internacional de Cine de 1984, se le recriminó el ser una especie de maniobra gubernamental para crear una apariencia de apertura en la industria. Incluso Andrés de Luna la llamó “cinta demagógica”.

Daniel González Dueñas: En mitad del tan contradictorio aparato fílmico mexicano, el proyecto fue un intento de Luz María Rojas (entonces directora de la empresa estatal Conacite Dos) por crear una vía a través de la cual pudieran llegar a la industria los egresados de escuelas de cine. Dada la cerrazón de ese aparato, no fue tan disparatado inventar una película de episodios en que debutaran cinco de ellos. Se trataba de cada año repetir la experiencia; de haberse logrado, a la fecha [noviembre de 1991] habrían accedido a lo industrial, sólo por esa vía, treinta y cinco nuevos realizadores, cifra mucho mayor a la de los que han debutado desde 1984.

En una total ausencia de medio cinematográfico, un proyecto como el de Historias violentas puede ser atacado por todos los flancos, porque será visto como “confirmación” de esa misma ausencia (y no un intento por romperla, discutible como todos los intentos, pero real). Lo mismo sucederá con cualquiera otra película que se salga de lo común, que vaya más allá de las supuestas (y falsísimas) expectativas que determinan lo que será reconocido por el público —e incluso por los festivales, que también ellos establecen ciertas expectativas, ciertos criterios de “calidad”.

 

SP: Tal vez esas críticas contra la película se basan en el hecho de que no se pidieron guiones originales a los cinco debutantes.

DGD.: Luz María Rojas se impuso el desafío de hacer cinco películas en una; no eran tanto cinco cortometrajes como cinco diferentes estructuras de producción casi simultáneas. Para mí es claro que quiso demostrar que eso era posible para luego abrir el campo en las cintas subsiguientes: para 1985 el proyecto era una película de cinco realizadoras, con guiones originales. Del mismo modo, la productora quiso conjuntar un guión previo que por sus características no habría sido fácil llevar a la pantalla: Pedro F. Miret había escrito cinco historias especialmente para el cine y las había dedicado a su maestro, Luis Buñuel, en tanto esos episodios eran de estirpe surrealista y estaban escritos con una gran ironía.

Lo que había ahí era una conjunción de elementos, no una “desconfianza” por asumir guiones originales. A fin de cuentas se trataba de forzar las cosas y dar cabida a lo insólito de esa conjunción de elementos, a mitad de una inercia que detesta a lo insólito. En un país en el que hubiera un medio cinematográfico, el desafío de Historias violentas habría sido respetado y continuado; en México, en donde la carencia de un medio origina una especie de canibalismo del mexicano (crítico, cineasta o espectador) hacia su propio cine, no fue así. Desde luego que el proyecto ideal habría sido financiar un largometraje no sólo a cinco egresados de escuelas sino a tantos directores que esperan menos un “debut” que implementar o continuar una carrera. Pero una vez dadas las reglas del juego, no quedaba sino asumirlo a fondo.

 

SP: ¿Cuál es tu apreciación actual de Reflejos, el episodio que te tocó dirigir en Historias violentas, un encargo o una obra personal?

DGD: Acepté bajo la condición de tener absoluta libertad en la adaptación de la historia de Miret (que era una sinopsis fílmica de dos o tres páginas). El episodio quedó tal como yo quería; en ese sentido puede considerarse “personal”, aunque yo nunca habría escrito esa historia. Lo entiendo como una extraña colaboración entre Miret y yo que acaso ninguno de los dos habría solicitado; sin embargo, nada en Reflejos representa una traición a mis principios. Ya que esas fueron las reglas del juego, la forma de haberlo jugado me satisface.

A la fecha no he vuelto a dirigir cine, pero no es por eso que reivindico este episodio. Digo esto con una doble intención, porque es necesario plantear más completo el panorama del cine mexicano. En este momento se ha dado casi de golpe un debut industrial de varios realizadores, incluso algunos recién egresados de las escuelas de cine. Las intervenciones en festivales y ciertos premios, el hecho de que películas mexicanas como Danzón o Retorno a Aztlán puedan sostenerse varias semanas en cines usualmente consagrados a la producción norteamericana, la muy buena factura técnica de estas películas, todo eso ha generado un cierto entusiasmo de los críticos. Hemos oído de nuevo el “ahora sí”. Todo esto es sin duda magnífico y, como en cada “ahora sí”, merece todo apoyo y toda esperanza, no por el demagógico “hay que pensar positivamente” sino por la necesidad de creer para actuar (no va a inmovilizarnos el hecho, dictado por la experiencia, de que el “ahora sí” no tarda en convertirse en un “siempre no”).

No obstante, tal entusiasmo se revela como muy prematuro a la luz de numerosos casos que obviamente no se publicitan y difunden, y que prueban que nuestra ausencia de medio cinematográfico es más abismal y más terrorífica de lo que puede imaginar el más escéptico de los críticos. Esos casos podrían llenar miles de páginas y todos muestran la supremacía del castillo kafkiano, el infinito sinsentido del aparato. Casi al azar podríamos mencionar a Juan Antonio de la Riva, cuya ópera prima (Vidas errantes, 1984) recibiera tantos premios en un tiempo en que nuestro aislamiento de los festivales internacionales ya era amplio; la falta de oportunidades, su fervoroso amor al cine, su necesidad impostergable de estar en contacto con una cámara, hace poco lo llevaron a aceptar la dirección de un pavoroso encargo comercial. No se trata de frivolidad: De la Riva conoce muy bien la “opción”: años de antesalas, circunloquios y lucha contra la modalidad en turno del “ahora sí” (nuevos parámetros que privilegian ciertos temas, tonos y tratamientos; evaluación de proyectos de acuerdo con definiciones siempre cambiantes de las “expectativas” del público o del cine de calidad, etcétera).

A este respecto podríamos citar el caso de Alfredo Joskowicz, que tuvo que esperar nueve años para emprender su segunda película industrial, Playa azul (1992). O el de Claudio Isaac, que en 1981 tuvo un deslumbrante debut con El día que murió Pedro Infante, y que desde entonces no ha podido “levantar” otro proyecto [Dato que sigue vigente hasta nuestros días. N. del E.]. O podríamos citar los casos de Archibaldo Burns, Salomón Laiter y Rubén Gámez, que no hacen cine desde hace once años (Burns [Quien murió en 2011, a los 96 años, sin poder volver a levantar ningún proyecto. N. del E.]), dieciocho (Laiter [se refiere el autor a Picasso entre nosotros (1973), último filme de este interesante realizador que es casi curaduría museográfica. N. del E.]) o veintiséis (Gámez, cuya extraordinaria Fórmula secreta ganara en 1965 el primer Concurso de Cine Experimental y que acaba de dirigir Tequila, 1991). Podríamos hacer una encuesta del número de cineastas de todas las edades (desde el octogenario Alejandro Galindo, hasta otros que no han cumplido los treinta años de edad) que deambulan por los Estudios Churubusco y otras dependencias con su guión bajo un brazo, en diversos estadios de las antesalas (desde el que ya tiene una “fecha de arranque” siempre postergada, hasta el que forma parte de las listas negras que las secretarias mantienen para no importunar a los siempre ocupadísimos funcionarios).

Podríamos nombrar a Rafael Castanedo, que hacia mediados de los setenta estuvo a punto de debutar en la industria como director con un excelente guión que co-escribió con Juan Tovar (En cuerpo y alma) y que recogía la vida de Antonieta Rivas Mercado. Ya a punto de “arrancar”, cae una misteriosa “mano negra” que detiene el proyecto sin explicaciones, sin siquiera intentar una justificación. Pocos años después la funcionaria encargada del cine mexicano contrató a Carlos Saura, Jean-Claude Carrière e Isabel Adjani para rodar una película del mismo tema, Antonieta (1982); se trata de la grave mancha en las filmografías de ese director, ese guionista y esa actriz. Queda el triste recuerdo de la casa inútilmente tirada por la ventana en nombre del glamour y del más primitivo malinchismo.

Los casos son innumerables. Está, por ejemplo, el de un compañero mío de generación en el Centro de Capacitación Cinematográfica, Walter de la Gala, que estaba por debutar en la industria con Modelo antiguo, un proyecto en el que invirtió largo tiempo y cuidado en colaboración con su protagonista, Silvia Pinal; a último momento la infamante “mano negra” lo retiró del proyecto y colocó en su lugar a un director-maquilador más confiable y manejable [Para la industria esta película representaba el retorno a la pantalla grande de Silvia Pinal, que en 1992, año de estreno de la película, se encontraba en medio de su escalada política legislativa, que incluyó un escaño en la Cámara de Senadores y un lugar en la primera Asamblea de representantes del D.F., de 1994. N. del E.]. El nombre de De la Gala se borró de todos los registros pese a que él había comenzado este proyecto.

 

SP: Hablabas antes de los esfuerzos concretos por remediar una situación crítica; ¿no es el “boom” de películas que mencionas uno de ellos, algo mejor que nada?

DGD: Sí, y por lo mismo dije que merece todo nuestro apoyo. Pero ese “algo” no será “mejor” sino lo mismo que nada, mientras no se contemple con plena conciencia el pozo sin fondo sobre el que se finca el “algo”. Por lo demás no se presenta como un “algo” sino como un “mucho” e incluso como “un nuevo todo” para olvidar lo anterior; y no podemos, no debemos olvidar lo anterior. Aun en el rodaje de Historias violentas estábamos conscientes del verdadero fondo de las cosas, un fondo al que no puede darse la espalda en ningún momento, y menos cuando lo que se quiera no es un lote de películas afortunadas sino un crecimiento orgánico del cine mexicano (un verdadero medio fílmico). Cuando hablé de una “doble intención”, a lo que quería llegar es a una cierta historia en particular cuya fuerza nos permite entender un hecho esencial: no basta un “algo” y en realidad estamos muy lejos todavía de haber dejado detrás a la nada. Mencioné varias historias que lo prueban. Sin embargo, para entender este pozo sin fondo basta acaso narrar una historia que he conocido hace muy poco de un modo enteramente casual: ni siquiera en el no-medio cinematográfico es conocida porque el protagonista de esta historia no dispone de ese triste bálsamo que son las reuniones de cineastas en las que se ventilan estos ríos de antigua y hondísima amargura.

La historia a la que me refiero es la de un egresado del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (no diré su nombre por un mínimo respeto), hijo de un productor cinematográfico y amigo de directores como Juan Manuel Torres (aunque de menor edad que ellos). Tras larguísimos intentos, por fin hacia finales de los años setenta un proyecto suyo obtiene la “luz verde” a nivel industrial; se lleva a cabo la preproducción y comienza el rodaje. Al término de la primera semana, una grave emergencia familiar lo obliga a detener brevemente la filmación y viajar a Europa por unos cuantos días. De regreso se encuentra con que esa siniestra “mano negra” ha cancelado su película de modo tajante. Protesta, lucha, vocifera: nada consigue. Pasan una semana, unos meses, diez años. Para entonces ya todos lo conocen en los Estudios Churubusco: día tras día deambula llevando bajo el brazo las latas con los rushes (el material filmado) de esa única semana de rodaje, por si algún productor quisiera verlos y apoyarlo en la terminación.

El protagonista de esta historia se ha quedado sin familiares, permanece soltero y apenas tiene un par de amigos fieles, lejanos al “mundo” del cine. Una cierta herencia le evita tener que buscar trabajos indignos e indignantes. Vive en la casona que le legara su familia, solo, obsesionado por la idea de continuar el rodaje interrumpido una década atrás; los amigos lo convencen de que la actriz protagónica de esa película ya no es una muchacha como entonces. Así que se dedica a “adaptar” el argumento par que también en éste hayan pasado diez años y se justifique el cambio fisonómico en los actores, cuando pueda terminar su largometraje. Mientras tanto se ocupa en escribir otros guiones, ve todo el cine que puede, lee libros y colecciona revistas sobre el tema, trata de “mantenerse al día”. Se ha comprado una vieja “moviola” (un aparato para editar), en la que día tras días ve sus rushes, revisa los cortes, hace modificaciones, intenta observarlos con ojos de “esta época” (porque ninguna época pasa tan rápido como aquella en la que no pasa nada), nota sus errores en la puesta en escena, hace anotaciones para repetirlo todo desde el principio en cuanto tenga producción, los guarda en latas y los pasea por Churubusco, regresa a casa, vuelve a verlos... Es una historia totalmente verdadera.

Esta imagen es la metáfora, la síntesis perfecta de lo que de una u otra forma espera a aquellos que en cada generación tienen vocaciones hacia el cine: es el terreno en el que deben fincar sus aspiraciones. Es también lo que cada director que hace una película en este momento en México, sabe y se ve obligado a callar. Finalmente, es (debería ser) el punto de referencia para los que se quejan de una “falta de talento” en el cine mexicano, y también para los que festejan los “ahora sí” y los “borrones y cuentas nuevas”. He relatado esta historia a varios amigos cineastas y todos han coincidido en, primero, horrorizarse; luego, con esa ironía que es una de las manifestaciones de la amargura, comentan que tal historia sería perfecta para una película. Entonces me sucede imaginar algo que en ningún modo es desbordante: alguien escribe ese guión (que se podría llamar El hombre de la moviola), logra el milagro de encontrar financiamiento, inicia la filmación, a la semana cae la “mano negra” e interrumpe el rodaje...

Dedico esta historia (y su colofón) no sólo a mis colegas en el “mundo” del cine sino a todo aquel que incursiona en actividades artísticas: ¿cuántos actores, dramaturgos, pintores, podrían aportar casos similares y ocultísimos, para escribir entre todos una nueva Historia universal de la infamia? Es cierto que toda obra de valor nace contra una resistencia (según Gaëtan Picon), pero qué siniestra es la maniobra de tomar esta idea, invertirla y entonces exclamar que es la resistencia la que hace al artista y que incluso es la que da valor a la obra de arte (si no hay resistencia, no vale). También es cierto que el no-medio cinematográfico mexicano (por no hablar de otras áreas artísticas y de otros países) no es sino resistencia pura, monolítica, irracional, inconsciente, aterradora. Porque lo que aquí intenta nacer no es una sola obra (y ni siquiera un puñado de ellas) sino generaciones enteras de hacedores. La monstruosa fuerza de esa resistencia muestra la fuerza que toda una enorme magnitud está ejerciendo para nacer. Quizás es todo un país el que así se anuncia. Si a tal resistencia unimos las demás, en todos los terrenos (ya no sólo en el arte sino en la política, la mística, el erotismo), si consideramos en bloque toda esa ciega negación de lo vivo, tal vez no sea tan exagerado intuir que es el ser humano el que pugna por nacer. Es la vida misma la que trata de llegar a la vida.

 

26.01.14

Mr. FILME


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La letra encarnada de la esencia de F.I.L.M.E., y en ocasiones, el capataz del consejo editorial.....ver perfil
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