por Jesús Hernández Olivas
La adolescencia es siempre un puerto hacia la incertidumbre, ante el cual sólo existe la opción de zarpar durante la noche más oscura, entre neblina y sin un faro que nos alivie la ceguera del viaje, que en el peor de los casos se realiza en soledad; ese puerto es iluminado sólo por la romántica promesa de una identidad que se formará a partir de un arduo viaje. De esa manera y por lo menos una vez en la vida, todos tenemos que lanzarnos a la mar en busca de nosotros mismos.
En La vida de Adele (La vie d’Adèle - chapitres 1 et 2, 2013. Palme D'Or en el 66 Festival de Cannes), el arte cinematográfico se viste con un traje azul marino para narrar con paciencia la historia de una joven de quince años. Ella se encuentra justo en Puerto Adolescencia, de frente a un océano de dudas, con las maletas listas y la mirada puesta en un horizonte agazapado en neblina. Sin saberlo, busca la claridad o la profundidad del color azul, que llegará más pronto de lo que ella espera, con la fuerza de una ola o con la profundidad y misterio de lo abisal.
Cuando Adèle ve por primera vez a Emma (Léa Seydoux), en un cruce peatonal de la ciudad de París, aquélla queda anclada inevitablemente al canto de una sirena atípica de cabello corto y marino; de inmediato, el sonido de un claxon la devuelve al torbellino de su incertidumbre adolescente, pero desde ese momento ya nada será lo mismo para Adèle; ella intuye que su búsqueda no se dirige hacia un marinero que la salvaguarde durante su viaje, como le ha hecho creer su entorno, sino al norte del éxtasis juvenil, donde ya desea perderse en esa melodía seductora que encuentra en el azul de Emma.
Abdellatif Kechiche mueve el timón de un barco con la habilidad de un experimentado navegante y nos ofrece la posibilidad de viajar al lado de la protagonista para conocer de primera mano su intimidad y sus deseos más escondidos: el espectador es un polizonte voyerista de la imagen y la sicología joven. Kechiche nos brinda una narrativa cinematográfica que se mueve al ritmo de un oleaje a veces enfurecido y otras sereno como únicas formas de retratar el dulce vértigo de la edad adolescente.
Ya desde el alba de la película, el director introduce referencias literarias para anunciarnos el cauce narrativo que seguirá: Esta será una historia cimentada en el desarrollo psicológico de un personaje, insinúa con una escena donde, en clase de literatura francesa, Adèle y sus compañeros analizan La Princesse de Cleves (1678), considerada como una pieza fundamental para entender los inicios de la novela psicológica en la literatura universal. Sin embargo, de manera puntual, también añade un rasgo de Adèle que nos permite intuir su búsqueda: repudia el escrutinio de la literatura por innecesario; mediante esta refutación, Kechiche nos invita a abandonarnos en el personaje y su proceso de crecimiento, porque la chica prefiere navegar sin brújula, sólo moviéndose con la intuición que le dicta su curiosidad natural.
Como espectadores somos testigos de un desarrollo psicológico que sucede a través de varias etapas en la joven Adèle, ninguna exenta de vértigo y ambivalencia; intimamos con su confusión, nos dejamos seducir por lo que socialmente está prohibido y que, por esa misma naturaleza velada, nos atrae con una fuerza que se antoja erótica: acariciamos lo desconocido al lado del personaje, como una reafirmación del privilegio voyerista y, en última instancia, virtual que el cine confiere al espectador.
La cámara sigue dos direcciones constantes: la mirada de Adèle y su larga cabellera. Ambos elementos tejen una cartografía en silencio, siempre buscando algo por medio de su intuición. El espectador debe estar muy atento al brillo u opacidad de los ojos de Adèle, así como a la forma que adopta su peinado: ora recogido y tenso, como un nudo pétreo en el pecho; ora suelto, libre y lúdico; son elementos narrativos que anuncian la manera en que el personaje está a punto de descubrir un momento vertical en su propia historia.
Para llevar a buen puerto una empresa que en principio y a partir de sus premisas bien conocidas —digamos adolescencia, confusión, homosexualidad e identidad— podría resultar demasiado gastada, Kechiche sabe cómo, cuándo y con qué velocidad girar el timón, con paciencia para que su tripulación pueda saborear la intimidad de cada escena. Incluso se da el lujo de introducir algún himno de viaje para reforzar la trayectoria, en este caso, I follow rivers de la cantante sueca Lykke Li suena en medio de una manifestación juvenil en la que participan Adèle y Emma, que más bien sabe a fiesta colectiva, comprometida más con la felicidad de juventud que con el cambio social —en esencia sinónimos—.
Las actrices Exarchopoulos y Seydoux lanzan guiños de verosimilitud hacia la cámara, juegan a perderse, entre risas y gemidos, la una en la otra, hasta convertirse en un solo afluente de vida y sexualidad; se beben en el movimiento de un río, pero sin poder llegar a la saciedad. Para el realizador el eufemismo visual y el erotismo rosa no son opciones al filmar la intimidad femenina; en cambio, otorga libertad histriónica a sus actrices para que en esta improvisación tenga su sustento la sensualidad desbordada.
La vie d’Adèle nos recuerda que la cinematografía es una manifestación joven —acaso adolescente—, fértil y obligatoriamente curiosa, que con tenacidad se ha forjado, cuadro por cuadro, una identidad propia que tiende con eficacia a lo narrativo; es cierto que por momentos parece dirigirse hacia la deriva y desbocarse en su camino, quizá porque, como a todo joven, la seduce el consumo y el artificio; pero no olvidemos que su inquietud de exploradora es la que nos ha regalado memorables instantes frente a la pantalla, como si el cine volviera triunfal de un cansado viaje para contarnos historias oceánicas y mostrarnos las joyas encontradas en un galeón hundido. En el fondo de ese océano, estas palabras son innecesarias.
por Josefina Gámez Rodríguez
De pronto, en la monótona hueva juvenil de Lille, irrumpe el añil seco en medio de un entorno eminentemente cálido, siempre moviéndose escaladamente entre la naranja y el corinto, y comienza a desgastarlo hasta comérselo todo (y no son figuraciones subjetivas): “un éclair... puis la nuit! — Fugitive beauté”, la transeúnte de Baudelaire atraviesa la bulliciosa avenida que el casi recién nacido hang callejero musicaliza para conquistar a la mujercita en edad de merecer. Adèle (la Exarchopoulos enseñando todo) conoce a Emma (Léa Seydoux brutal), y hace vibrar (como si la película empezara ahí) al espectador luego de casi 30 minutos de autoinconsciente y pasivo morbo teenager en una película reiterativa (que lo hará vibrar dos o tres veces más… no más).
Redundante filme construido exclusivamente con base de primerísimos primeros planos que pretenden monstruedificar (sobreexponer emocionalmente, o anteponerse a) los mínimos acontecimientos en la común y corriente vida sexual de una dama, y del desesperante debate de semitonos fríos y cálidos denotativos que llevan de la manita-mirada al espectador —¡no se vaya a perder en la espesura de parsimoniosos 179 minutos!— hacia una catarsis del tálamo conyugal con la que todo ocupante de butaca debiera identificarse (o no ser humano), disfrazando el decimonónico cuento de noviecitos (cfr. William Wyler et al.) con un “radical” “tratamiento” LGBT, que tiene un tanto irritada a la comunidad lésbica por la candidez de los estereotipos insufribles con la que los heterosexuales, director y actrices, quieren representar a lo homesexuado.
Pero es sólo una historia de amor como no hay otra igual, donde al parecer (y según palabras del propio Kachiche) el género juega un azaroso papelón en la trama neo-hollywoodesca y multirreferencial a huevo y a pesar de todo, cultista, pues al espectador se le imponen constantes bandazos que van de la trágica Antígona (y su hybris digeridísima/dirigidísima por la maestra) al más folletinesco Sartre de bachiller; de Pierre de Miravaux a Francis Ponge, ambos desencantadamente manoseados por la clase dictatorial de literatura, que Adèle estará condenada a repetir ya en su papel de educadora desencajada, y que pareciera que habría que asumirlas como lecciones literarias desesperadas y enconadas que la película quiere “dar” a los jóvenes franceses, “cuestionándolos” “profundamente” sobre su situación educativa.
La vida de Adèle es una historia de amor es el pan de la vida, la copa divina, un algo sin nombre que también se obsesiona en subvertir los colores, para cumplir con lo impuesto por el “icónico” título de la historieta en la que está basado el filme, El azul es un color cálido (Maroh, 2010), y el espectador tendrá que ver cómo una y otra vez, secuencia a secuencia, ocurre “el milagro” neoclásico, a fuerza de ir buscando locaciones con esos fondos en juego y puras luces aplastadas por la lente de poco alcance y extras sistemáticamente vestidos atravesándose, enfocados o desenfocados, por ahí y por allá, en una búsqueda que ya había concluido, y de mejor manera, Kieslowski en sus maniáticas series filmográficas de mandamientos y colores.
por Julio César Durán
Comenzamos nuestra travesía cuando Adèle atraviesa la puerta y sale de su casa para después pasar por un pequeño jardín y correr tras el autobús que la llevará a la escuela. Al final –sin spoiler alguno– nos da la espalda, la vemos alejarse en aquel gesto chaplineano, hacia el horizonte. ¿Qué sucede en medio? Justo veremos dos capítulos importantes, en tono reflexivo e íntimo, de la vida de esta jovencita: la salida del seno familiar, de todo lo conocido hasta entonces, lo manejable e inocente; después la ruptura con el encuentro de sí misma, que la llevará, tras una pasional relación amorosa, a perderse y caminar en solitario hacia el futuro, hacia lo incierto.
El realizador tunecino con base en Francia, Abdellatif Kechiche, siempre se ha caracterizado por hacer un cine de sensaciones, experiencial, aunque de aspecto naturalista es en realidad de corte muy plástico. Su quinto largometraje, La vida de Adèle, no es la excepción. El filme tiene como elemento fundamental el ser una composición de texturas: la piel con sudor, lágrimas, mocos e imperfecciones es la forma, el intempestivo interior de la protagonista es el fondo.
La cámara de Sofian El Fani, el fotógrafo del filme, es el testigo presencial que se inmiscuye dentro de una charla de dos personas, entre las miradas de dos amantes, un ojo que las rodea, las atraviesa, observa sus detalles, sigue sus miradas, etc. La intimidad aquí va a conseguirse recordando las enseñanzas del maestro John Cassavetes y sus Faces (1968), todo el tiempo vamos a mirar acercamientos, planos apretados que sin embargo no son asfixiantes, son más bien buscadores de pinceladas y texturas. Nosotros somos los observadores de los ojos mismos de Emma y Adèle, nuestras protagonistas, es decir, con la ayuda del aparato de cine intentaremos escudriñar el alma de estas mujeres.
Desde el inicio se anuncian pasiones y desventuras. Adèle es una heroína trágica, tendrá que sufrir el sino que se cierne sobre ella y sobre Emma, con quien compartirá una extática relación. Este poderoso tándem es llevado al límite por el director cercándolas con más de una cámara alrededor suyo, así las actrices van dosificando y explotando sus emociones en los momentos oportunos. La inocente Adèle poco a poco se va transformando, va adquiriendo cierta sensualidad, sale del hogar para descubrirse capaz de vivir una sexualidad intensa; Emma, por el contrario, de ser activa y más agresiva, va ganando poco a poco cierta ternura. Kechiche consigue, con sus jóvenes intérpretes, encontrar una verosimilitud y expresividad de una manera que aparece como original.
Otro elemento regular y constante es aquel azul poético que va a acompañar a nuestra heroína todo el tiempo. Desde la vida común de la preparatoria, detalles en tal espectro de color, cuando está en búsqueda y cuando se encuentra en conflicto, más tarde en el cabello de la bella Emma, que le robará el corazón, y así tanto en sus ropas como en mil y un elementos de utilería veremos como el azul la rodea. Kechiche retoma este nuevo valor al color de la novela gráfica en la que se inspira el filme (Le bleu est une couleur chaude, Julie Maroh, 2010). Aquí el color del mar y del cielo no será para nada frío ni triste, será cálido, acogedor, reconfortante, pasional. Cada umbral que Adèle tendrá que cruzar en su camino, estará marcado por la ausencia o por el exceso de azules.
19.02.14