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Godland, hacia lo inmortal

Arte. Forma de expresión natural de ciertos humanos sensibles. Percibido por muchos como nuestro único sendero posible hacia la inmortalidad.

 
 
por Mauro Bengoechea
 

La cualidad de "eterno" que le damos al arte es tan bella como debatible. Algunos edificios caen. Todo autor corre el riesgo de olvidar hacer un respaldo del borrador de su última obra. Ni hablar de las montañas de material cinematográfico perdidas en incendios accidentales o motivados por la censura autoritaria. Si bien las obras artísticas también subsisten expuestas al peligro de esfumarse en el más mínimo descuido, hay una superioridad palpable en su manera de existir en comparación con la nuestra.

Una pincelada de particular pulso y estilo sobre el lienzo de una obra pictórica. Unas elegantes escaleras de caracol que antes yacían trazadas en un complejo plano arquitectónico. Un manuscrito auténtico de una novela de horror del siglo XIX y sus tantas reproducciones. Una grabación de un concierto en vivo en un bar de jazz de los años 40. Una cámara que dispara hacia un momento en el tiempo y lo impregna en una figura de papel baritado por siempre...

La esperanza de vida del ser humano más sensato y saludable física y mentalmente en el planeta Tierra jamás superará la longevidad alcanzable de una obra suya, si ésta es bien preservada por unas cuantas generaciones de almas sensibles hacia los días de gloria y miseria expresiva de los muertos.

Nada es más efímero que nuestro paso por la vida. Y nuestro arte es prueba no eterna, más sí perdurable de que estuvimos aquí.

Esa es tan sólo una de las tantas tesis espirituales posibles de encontrar en el filme Godland (2022), tercer y más reciente largometraje del islandés Hlynur Pálmason, protagonizado por Elliott Crosset Hove, Ingvar Sigurdsson, Vic Carmen Sonne e Ída Mekkín Hlynsdóttir (siendo todos colaboradores del cineasta en trabajos anteriores), y una notable prueba más de la altísima calidad estética y narrativa entre las piezas del séptimo arte estrenadas hace un año.

A lo largo de 143 minutos seguimos a un joven sacerdote danés, a quien se le encomienda la ardua tarea de levantar una iglesia en un lejano territorio de Islandia y fotografiar a sus habitantes. Pero conforme va adentrándose en estos rumbos desconocidos y las barreras culturales se hacen presentes, el cura va desviándose del propósito de su viaje al grado de quebrantar lentamente su relación con los pobladores.

El manejo de la narrativa de Pálmason nos transmite la sensación del flujo natural de un viaje hacia un lugar nunca antes explorado. Gradualmente, se nos presentan tanto a nosotros como al protagonista, los usos y costumbres de los habitantes, viéndose obligado a encarar temperamentos contrastantes a los de su entorno de origen, una forma de comunicación casi indescifrable, por demás impersonal y carente de interés hacia la misión que tantos kilómetros ha recorrido para llevar a cabo, denotando así, en un subtexto temático palpable, el rechazo natural de un pueblo hacia su colonización y todo aquel que la comande.

Y de la misma manera, tal como sucede con cualquiera de nuestras odiseas personales a lo desconocido, nuestro cura es capaz de desarrollar afinidades y vivir momentos de amena armonía con el ambiente natural alrededor suyo a pesar de la adversidad que este mismo lugar le ha traído.

Es quizás inevitable para algunos cuantos (incluyéndome a mí mismo) percibir un aura reminiscente a la obra del maestro Andréi Tarkovsky, tanto en un aspecto temático/filosófico como en el área visual. En primera instancia seguimos el viaje espiritual de una suerte de Andrei Rublev, de un "hombre de Dios" cuya fe se ve desafiada por circunstancias adversas que le llevan a encarar los límites oscuros de su propia condición humana.

Por el lado formal, el lenguaje de cámara fluido y bellamente cuidado a cargo de Maria von Hausswolff, así como el interés visible hacia las tonalidades verdes y cafés de la naturaleza y los elementos que la componen, llegan a evocar a la prosa visual presente en El espejo (1975). La gran diferencia, y no lo digo como algo negativo en lo más mínimo, reside en una gran cualidad de la que goza la obra de Pálmason: un balance entre complejidad y sencillez. Una rara habilidad de abordar sus dilemas existenciales a través de un guion y un ritmo de montaje suavemente paulatino, pero siendo a la vez accesible, sin necesidad de exigirte una visión superior sobre la vida para poder comprenderla.

Sin embargo, aquello que más admiro de Godland es un detalle muy puntual: la relación de aspecto. No tiene nada que ver con que estéticamente se vea agradable, aunque sí lo es. Para quienes no estén familiarizados, les pondré en contexto:

Cuenta la leyenda que a finales del siglo XIX, en la remota Islandia se encontraron 8 fotografías de placa húmeda, supuestamente tomadas por un sacerdote danés que nunca volvió de su expedición. La película imagina la historia detrás de las fotos. ¿Qué tiene que ver esto con un detalle tan nimio de destacar como una relación de aspecto? Godland es una fotografía. Una fotografía a la que decidimos darle contexto. Movimiento. Vida. Como hacemos con cualquier recuerdo inmortalizado en la galería de nuestros teléfonos. A la Tierra le son indiferentes nuestros dilemas y objetivos. Al final, alguien nos encontrará y creará una historia sobre quien podríamos haber sido. Al final, todos seremos fotografías.

 

13.04.23

Mr. FILME


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La letra encarnada de la esencia de F.I.L.M.E., y en ocasiones, el capataz del consejo editorial.....ver perfil
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