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Verónica: acariciar la felicidad

Érase una vez yo, Verónica

por Jesús Hernández Olivas

 

El siglo XXI se nos cae encima cada lunes por la mañana, con sus defectos y caprichos bien delineados, que se gestaron en manos de ese tirano cuyo nombre es siglo XX. Nos hemos acostumbrado a las crisis globales cada tres, seis, doce años y a la incertidumbre personal que las expectativas del mundo nos inyectan diariamente. No hay otra opción más que seguir caminando hacia un horizonte que se antoja limpio y transparente, buscando una trinchera desde la cual desarrollar y defender la felicidad personal y, en última instancia, generacional.

Durante acaso demasiados años hemos usado el concepto “posmodernidad” en un intento por enunciar el movimiento caótico y vertiginoso de las sociedades contemporáneas en las que vivimos; pero es momento oportuno —nos dice al oído nuestro instinto de vida—  para yugular el prefijo y el sufijo, porque lo posmo se ha convertido en moneda ideológica de uso corriente y ha terminado por ser tan ineficaz e ilusorio como la promesa que la modernidad —cual moneda falsa— traía consigo. Es entonces que surge un nuevo problema al aniquilar al fantasma conceptual: llenar su ausencia.

En su más reciente película, Érase una vez yo, Verónica (Era uma vez eu, Verônica, 2012) el director brasileño, Marcelo Gomes, ofrece una perspectiva de este complicado mundo contemporáneo desde una cinematografía cuya característica es la serenidad, no así lo contemplativo: el primer término implica la posibilidad de moverse, mientras que el segundo remite a la pasividad.

Y es que nuestro siglo es inquieto y malicioso, no podemos estar pasivos ante él o nos devorará como a una presa herida por un arma cargada con cifras, facturas, deudas y planes de jubilación, que a esta altura de la época más bien se antojan como sofismas. En cambio, la serenidad nos otorga una atalaya para planear la ruta que seguiremos para llegar a ese fausto destino que todos buscamos, incluyendo a Verónica, el personaje que Gomes coloca en su película.

Verónica es una joven recién titulada de la carrera de psiquiatría, quien cumple con el perfil global del universitario contemporáneo, al que durante toda su formación académica se le prometió un mundo a sus pies, pero al egresar choca contra la realidad que nos ha heredado el siglo XX, en este caso en Recife, un distrito marginal de Brasil.

Marcelo Gomes retrata en el filme, también, a la ciudad, su pobreza y desesperación, pero no como su objetivo principal, sino como muestra particular de un escenario global; sin embargo, la película podría estar situada en cualquier lugar del mundo y el conflicto del personaje sería el mismo, con diferentes matices culturales. Lo vemos en los pacientes que Verónica atiende en la clínica popular en la que consigue su primer empleo y en los recorridos que hace con su padre en el antiguo barrio donde éste vivía cuando joven: aplíquese la fórmula, por ejemplo, a una ciudad de México o un lugar en la Europa convulsionada por la crisis económica.

No se trata, pues, de una película contextualizada en el cine realista que se ha desarrollado en Brasil durante más de una década, sino un filme que tiene su columna vertebral en el desarrollo de un personaje. Verónica trata de entender, a un mismo tiempo, ese nuevo mundo al que ha sido arrojada y a sí misma incrustada en él y lo hace mediante grabaciones en su celular, situándose como su propia paciente para escucharse y, en la distancia que proporciona esa otredad hacia sí misma, analizarse.

Verónica vive con su padre, cada vez más viejo y enfermo, pero lleno de cariño hacia ella; también mantiene una relación informal con Diego, su pareja más sexual que sentimental; Verónica, acaso para cumplir con ciertos clichés necesarios para abordar la posmodernidad, rehúye de lo segundo.

Si hay que identificar un nudo narrativo, ése sería precisamente el entramado emocional que trae consigo la incertidumbre del personaje principal, situado en un momento de su vida en el que necesita tomar decisiones para aspirar siquiera a una caricia de esa promesa que es la felicidad.

Como una funámbula, Verónica camina cuidadosamente entre la formalidad que exige la vida laboral adulta y el delicioso vértigo residual de los excesos juveniles, que no son otra cosa que una fuga necesaria para apartarse —en otro urgente proceso de otredad— de esa vida pasiva y contemplativa que demanda cruelmente la madurez.

El cine denominado a veces de manera incómoda como “social” nos remueve las emociones y exige desnudez y vulnerabilidad para generar un proceso de empatía con determinada realidad. En este sentido, Marcelo Gomes no ofrece un final feliz, con moraleja o reflexión categórica. La empatía sólo la logra aquel espectador que ha sentido, de igual forma que Verónica, una resaca a primera hora en el trabajo, anhelando con mucha fuerza un café y unas aspirinas para decir con una sonrisa que la noche anterior valió la pena, como una herramienta espiritual para sobrevivir al mundo contemporáneo.

Sutilmente y por medio de una historia entrañable y definitivamente nihilista —es viernes: que se joda la oficina, necesito un whisky y reír un poco, Marcelo Gomes nos regala una guillotina cinematográfica para cortarle la cabeza al concepto de posmodernidad. Quizá el hueco fantasmal que deja este sacrificio no deba ser llenado por otro concepto que a la larga será nuevamente vacío; que sólo permanezca la sonrisa y la serenidad.

 

06.05.14



Jesús Hernández Olivas


@_Otro_
Jesús Hernández Olivas (Chihuahua, 1984). Autor de la colección de relatos La sonrisa de la jauría (Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua, 2014). Escribe textos sobre literatura, música y cine en varias publicaciones nacio....ver perfil
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