por Cuauhtémoc Pérez-Medrano
Su aspecto era como el de un relámpago
y sus vestiduras eran blancas como la nieve.
Mateo 28:3
Señor,
la jaula se ha vuelto pájaro
y ha devorado mis esperanzas.
Alejandra Pizarnik
Lo que subyace para sobrevivir el encierro es la memoria. ¿Es lo que está afuera, el tiempo pasado?, ¿la fuga hacia los recuerdos? Para ordenar la propia historia nos suscribimos al paso del tiempo y del espacio. Contar una historia desde la memoria es contar una película propia donde los personajes emergen sólo para marcar el propio camino. Como parangón, en el cine las secuencia se suceden una tras otra para solidificar, en muchas ocasiones, la linealidad de la historia, o bien, en muchas otras, para transformarla, no como un cambio causal lineal, sino como un estado “trans-”permanente que encumbra lo que dejamos de ser, somos y lo que devendremos, una invitación a interpretar a los distintos modos de viajar y de coleccionar memorias, imágenes. El cine y la memoria: se conforman por imágenes elegidas para conformar la propia historia a través de la experiencia.
Me parece que justo esa es la premisa de la ya internacionalmente galardonada La jaula de oro (2013), de Diego Quemada-Diez. La historia es simple: el viaje migratorio de cuatro jóvenes centroamericanos: Sara (Karen Noemí Martínez Pineda), Samuel (Carlos Chajon) y el joven tzotzil Chauk (Rodolfo Domínguez), dentro de la memoria de Juan (Brandón López). De la realización se deben resaltar ciertos detalles que marcan cierta diferencia entre las películas de esta temática. Los personajes son interpretados por no actores, característica que provee de verosimilitud que aviva a esta ficción-documental, esa que nos declara su friccionalidad, en palabras de Ottmar Ette, sobre los movimientos de perspectivas entre la ficción y la dicción genettianas. Y las respuestas de tales configuraciones se dan en una interpretación que llega a calar intensamente en el filme.
Quemada-Diez, a pesar de tomar personajes guatemaltecos, no entra en polémicas nacionalistas cuando habla tanto de las miserias como de las bondades humanas. Tampoco le brinda más importancia a un paisaje, o escenario sobre otro, todos grises y sofocantes: la selva, tiraderos, bosques, pueblos, la ciudad, el desierto, las montañas, ríos, ni siquiera La Bestia –el tren que con su rigidez sirve de vehículo mismo y nada más–, todos forman parte del recorrido. Sólo es el viaje, la memoria viva en la que recae una historia.
Los desafíos y personajes conocidos del viacrucis de la migración son una lotería cantada, personajes que oscilan entre los profundos claroscuros del ser humano: la policía migratoria, los narcotraficantes, los luchadores sociales, los coyotes, las cazamigrantes, los extorsionadores, los desconocidos: Cireneos y Verónicas. Son en su conjunto estaciones habituales del recorrido necesario para la glorificación del terrenal héroe migrante, de eso no hay duda.
La película sugiere la reconstrucción de los hechos a partir de los recuerdos de Juan, bajo la licencia fílmica de intercalar, la veces necesarias, al narrador omnisciente de la cámara, para conformar los distintos viajes de los personajes. Los personajes revelan ciertas contradicciones inmersas también en el ser migrante: porque un migrante también se puede arrepentir de serlo, del viaje en sí; porque una migrante debe dejar de ser sí misma para poder viajar, lo que delata la anulación del yo femenino o la exposición a una doble violencia dentro del agreste y masculinizado mundo de la migración; porque la migración indígena es de una doble discriminación y nos deja claro que el discriminado discrimina también; porque el migrante también es un ser que bebe, roba o trabaja para sobrevivir, se hermana, se enamora, sufre y disfruta, todo en un mismo viaje.
El filme nos propone un transito emocional que nos agrede con su crudeza pero no con la explicites: no veremos en la película violencia extrema, esa que sabemos existe y que gana portadas de periódico, aunque estaremos siempre en sus linderos. Quemada-Diez nos sugiere los espacios más allá del mismo viaje, como también nos sugiere esa violencia que se ha vuelto cotidiana, en general, y nos ahorra los desenlaces fatídicos, que como especulaciones y vivencias se vuelven recuerdos dolorosos que en la propia memoria conforman el personaje de Juan.
No creo que una película como ésta busque ceñir la complejidad del tema migratorio, pero sí logra acercarnos a sentir compasión, nos da una bofetada de aspereza. La jaula de oro hace uso de todos los recursos para sensibilizarnos, desde la música de cuerdas hasta las secuencias que rayan en el extrañamiento nostálgico, como la caída de la nieve. Por ello logra que el viaje sea ante todo una remembranza ácida y a la vez conocida. Así, las líneas del viaje se vuelven aristas que conforman una línea tensa con la memoria, pero que además constituyen cada uno de los barrotes que circundan esa jaula, de oro puede ser, de plástico quizá también, como aquellos empaques que contiene los trozos de carne “limpia” cercenada y reluciente que se ofrecen en los supermercados.
Estamos acostumbrados a que la memoria se narre en pasado, pero la memoria es también presente y se halla adentro y afuera, encerrada y viva en nuestra cabeza, la jaula se vuelve pájaro como dijera Pizarnik.
27.05.14