Cuando el abogado Matt King (George Clooney) recibe la noticia de que su esposa recién accidentada no saldrá de un estado de coma, el también destinatario de una herencia de cuantiosas hectáreas de costas vírgenes en Hawaii busca el momento oportuno para dar la noticia a sus hijas Scottie (Amara Miller) y Alexandra (Shailene Woodley), de 10 y 17 años cada una, así como a sus familiares y amistades. En plena negociación familiar sobre el destino de los terrenos confiados por una genealogía nativa a sus descendientes, el jurista reúne a sus hijas para descubrir algo más que una infidelidad. El trío de enlutados realiza un viaje que parece ser un acto de necedad, pero que deviene en redescubrimiento de un lugar que siempre estuvo presente.
Los descendientes, el nuevo filme del celebrado aunque inconforme (“tengo la esperanza de que algún día haré un verdadero buen filme”, dice para Time out) realizador de dramas o melodramas minimalistas, Alexander Payne (Omaha, 1961), recurre nuevamente a un par de atributos temáticos (el viaje y la fragilidad masculina) de la exitosa, aunque muy debatida comedia titulada Entre copas (2004), para ofrecer una idea de descubrimiento del individuo a partir de la experiencia de la fugacidad.
Aunque la nueva cinta de corte Fox Searchlight parece reproducir los esquemas estructurales, los perfiles actorales y hasta los usos de la banda sonora de producciones recientes en este rubro de la producción norteamericana -Pequeña Miss Sunshine (Dayton & Faris, 2006), Amor sin escalas (Jason Reitman, 2009), Los niños están bien (Cholodenko, 2010)-, Los descendientes teje un efecto de sentido particular gracias a una disposición visual coherente. Más allá del modelo de fórmula sin vericuetos narrativos, la doceava película de ficción (y sexto largometraje) de Payne explora la relación entre los conflictos y el entorno. Con una fotografía de registros medios quizás intencionalmente inexpresiva a cargo de Phedon Papamichael, el paisaje es una suerte de protagonista. Tiene presencia sucesiva con inserciones cada vez más evidentes en el progreso dramático hasta constituir una entidad reveladora de conciencia.
Ahora con un guión de Nat Faxon y Jim Nash, el realizador de Ciudadana Ruth (1996) opta por un montaje directo que plantea este vínculo entre afanes y paisajes. La cámara ofrece los pormenores del drama familiar, pero también muestra la plenitud del horizonte tropical. Esta dialéctica de lo visible brinda una expresividad in crescendo que vincula las inclusiones del ambiente con las acciones y pensamientos del abogado protagónico. La aparente sencillez anecdótica y visual ofrece así una relación apenas perceptible, pero finamente planificada, cuando el eje argumental se vincula con el visual hasta ceder su lugar a la representación de una naturaleza en un principio ignorada, pero que cada vez está más dotada de sentido.
En Los descendientes la temática parcial de la fragilidad masculina de cintas como La trampa (Payne, 1999) y Las confesiones del señor Schmidt (Payne, 2002), ahora ofrece una mayor profundización en el tratamiento de los personajes. En el prólogo de la película el abogado recita una exposición preparatoria en off para afirmar que el archipiélago donde vive no es como el paraíso que se dice. A pesar de esta obviedad meditativa, el conflicto no se disuelve en la elocuencia sentimental. King descubre la infidelidad, pero sus reacciones más tempestivas aparecen en la distancia o están clausuradas. El punto de vista opta por el alejamiento. El personaje aparece de cuerpo entero. Corre con inseguridad sobre el suelo húmedo para rodear una manzana. Llora acodado en un puente, pero su cara no es visible porque la cámara acecha retirada desde lo alto.
Más allá de su estilística sobrecargada por un uso del close-up que no todos los actores resuelven, la gestualidad protagónica del filme repercute en el equilibrio dramático con el que la mímica a veces cómica logra una inmersión verosímil en la identidad de los personajes. King a veces mira al suelo o al fondo del espacio, pero en otras ocasiones la cámara lo observa en primer plano total. La presencia o ausencia de la expresividad del protagonista brinda variedad emotiva. Con el ir y venir de la cámara hacia un George Clooney capaz de sostener demasiados primeros planos y de explotar también la gracia corporal, la imagen alterna entre el interior y el exterior de los estados anímicos para revelar actos encadenados de comprensión.
En el arranque del viaje familiar, el abogado lleva a sus hijas a una colina. Todos contemplan el verdor y la bahía que tienen por herencia. Justo después del avistamiento fascinador en planos abiertos sonorizados por el propio ambiente, el filme se despoja tempestivamente de los gags cómicos propios del trabajo de Payne. Se sitúa en el territorio del melodrama, pero modula esta discontinuidad al sugerir un giro hacia el interior. Ahora el personaje encuentra la conciencia por medio de un paisaje casi siempre registrado con cámara fija. Hay un contraste suficientemente perceptible entre la fugacidad de las acciones humanas y la perdurabilidad de su entorno. El diálogo visual ilustra un proceso de toma de conciencia. Matt King tiene entonces la certeza de que entre las limitaciones de la condición humana no sólo se encuentra la fugacidad, sino también la dificultad de reconocerse uno mismo.
El descubrimiento vuelve a suceder cuando el protagonista mira los retratos y las fotografías de sus antepasados nativos y descifra algo sobre sí mismo que hasta entonces le resultaba incierto. En medio de una serie de disputas demasiado humanas, de actos fugaces, el luto de un hombre se vuelve revaloración de su familia inmediata, materializada en sus dos hijas ahora huérfanas de madre, pero sobre todo deriva en una sensación de arraigo y responsabilidad que se revela como una experiencia de vida más ardua: la necesidad de elegir entre lo efímero y lo perdurable.