por Julio César Durán
En estos precisos momentos parece gestarse en el sur de California un curioso fenómeno cinematográfico de culto. El cine digital, con procesos de producción en apariencia semiprofesionales, apela a lograr que las enseñanzas del efectivo Roger Corman no queden en el olvido. Alrededor de un curioso camboyano-americano, el productor de cine Norith Soth, se desarrolla una serie de filmes que por supuesto suponen una tomadura de pelo (deliberada o no), pero bien pueden tratarse de la respuesta del siglo XXI que desarticula la ilusión del buen gusto y retoma una tradición que bien conocemos en México bajo el signo del exploitation y en diversas latitudes ha sido el punto de fuga para el nacimiento de cines nacionales industriosos.
La “pieza” que hasta ahora hemos podido ver de éste pequeño círculo de cineastas norteamericanos, llega a México –gracias a la Muestra Internacional de Cine con perspectiva de Género– bajo el nombre de The Wife Master (Mich Medvedoff, 2012). En este filme se dan cita tópicos que se insertan perfectamente en la coyuntura propiciada por las rígidas políticas estadounidenses actuales: migración, homosexualidad, poblaciones minoritarias, desempleo, y quizá una neurosis provocada por la cultura pop.
El protagonista, Bora Soth, es un norteamericano homosexual, misógino, hijo de inmigrantes del sureste asiático. A sus 40 años vive con (y a costa de) su madre y hermana, sin ningún mérito propio o algún trabajo provechoso, se define a sí mismo como fotógrafo (independiente o tal vez “antropológico experimental”), a lo que se suma una obsesión sui géneris: tener un registro de cumpleaños de las celebridades. Pero el sueño americano sostiene a Bora; posee un auto, tiene techo y comida, agenda citas con otros hombres sin ningún problema, etc. Medvedoff y Soth componen con estos temas una película-muestra de una sociedad posmoderna, una sociedad que no resignifica sino designifica. The Wife Master obviamente es producto de su tiempo y de aquel multiculturalismo que despolitiza, el coro de situaciones y personajes que van apareciendo son de un ridículo que sólo tiene precedentes en el llamado nuevo cine nigeriano. La pregunta acá es si los realizadores lo hacen con plena consciencia.
El filme es breve y tiene una estructura básica en parte A y parte B. La primera es poco dinámica y sólo se dedica a componer el contexto, nos muestra al protagonista con su obsesión con las celebridades, su fotografía amateur, su familia que da cuenta del lazo aun permanente con el país de origen en la madre que siempre habla en jemer, la incompetencia y la incapacidad de Bora para hacer nada o dar cuenta de lo que le rodea. Hacia la mitad viene un quiebre y aparece un personaje singular, al verse contra la pared, Bora Soth, sin casa y sustento, corre con su misterioso tío (Jefferson Ouch) quien decide ayudarlo a solventar su vida: se casará con una mujer de Camboya para darle la nacionalidad gringa y recibirá por ello una buena cantidad de dinero.
La segunda parte, pasada la un tanto soporífera estupefacción por el absurdo que vemos en pantalla, trata el desarrollo y complicación del drama. Por supuesto que Bora intentará mantener el inútil estilo de vida que ha llevado por años, llevándose entre las patas a su joven esposa (Maly Seng) pero cuando los recursos se terminen, el tío llegará al rescate con la “esposa #2”. A partir de aquí el estudio de caso de un bueno para nada que vive en Long Beach, se transforma en una comedia políticamente incorrecta que ignora convencionalismos y juega con formalismos. El estilo que la realizadora propone para la tercera película producida por Norith Soth (sí, hermano del actor protagónico) pasa sin ningún empacho de la ficción cruda y viva a la manera de Tizza Covi y Rainer Frimmel (La pivellina, 2009), hasta el falso documental desarrollado por Sacha Baron Cohen (Borat, 2006).
Al final, cuando todo se sale de control y nada parece tener solución alguna, la ley y la moral norteamericanas consiguen colocar todo en su lugar. La pregunta sigue siendo ¿esto es en serio? El cine que en estos momentos está impulsando Norith Soth posee reminiscencias de la tercera industria fílmica a nivel mundial, es decir Nollywood. Lo que aquí llamaríamos un vulgar videohome, ha logrado posicionarse como una manera de producción rentable y sobre todo ha podido introducir a realizadores en prestigiados festivales como la Berlinale.
Me gusta pensar que todo esto está perfectamente calculado. El guión no tiene fallos y salta de uno a otro formato, avanza la historia; por otro lado se decide tener un grupo de no actores para la verosimilitud del relato, quienes están trabajados no de manera teatral sino a la manera documental; en la cámara en mano y el montaje simple que nos regala The Wife Master, no hay ruptura de ejes, se intenta ingresar (en bruto) como testigo presencial a la vida de Bora y al mismo tiempo de incluir una serie de postales de Long Beach, lugar que permite que todo este drama ocurra, y no hay que pasar por alto el cuidado del arte, desde los colores usados o la ropa de los personajes, hasta el diseño de los créditos.
Así, el estilo con el que Medvedoff juega aquí, parece ser parte de un discurso del absurdo del mismo Norith Soth, ese con el que viene jugando desde Mad Cowgirl (Gregory Hatanaka, 2006), y que promete bastante con otros sugerentes títulos como la iconoclasta Nicodemus (del mismo Soth, 2012) o la atrevida Huskey (Mikal Britt, 2012). Ojalá algún distribuidor independiente tome lo suficientemente en serio a estos cineastas y podamos encontrarnos con el resto de su filmografía.
15.09.14