por Rodrigo Martínez
El huérfano Kang-Do visita talleres para recaudar deudas o mutilar obreros. El joven cobrador completa una nueva cuota de lisiados mientras rehace su intimidad (e identidad), perseguido por una abnegada compañera con la que conocerá la angustia de mirar el vacío de sus propias almas.
Parábola de la gente sin fe. Recorrido interminable por callejones-laberinto. Violencia como mural agónico de gestos convertidos en pliegues de carne. Atmósferas de lamento en sombríos talleres de trabajo. Mundo de vida de pura bestialidad. Festín discreto de pedazos orgánicos de seres devorados (huesos, vísceras, piel, cabeza de anguila), donde una cámara accidentada emplea atípicos zoom out/in ante una mujer arrodillada o frente a una mueca víctima de violación. Conciencia de abandono como ubicuidad femenina. La omnipresencia del dinero, el corazón negro de todos los actos que envilecen.
Con la presencia repetida de un edificio mortuorio y vacío que semeja el alma de los personajes, el decimoctavo filme de Kim Ki Duk (León de Oro 2012) plasma la impiedad de barrios marginados y de seres perversos de Corea del Sur. Si bien el relato evidencia un arquetipo de redención cuando Gang-Do (Lee Jeong-jin) encara sus propios actos, el tratamiento que el realizador da a la enajenación espiritual alcanza un didactismo innecesario cada vez que algún personaje verbaliza (“¿Qué es el dinero?”) el discurso humanista descrito por la imagen: la omnipresencia monetaria como corazón negro de todo lo que envilece.
Binomio de rascacielos y talleres. Lisiado que pide limosna delante de almacenes. Mirada desde lo alto de la ciudad como maldad vertical que pisotea el pasado con sombras. El obrero que evoca ese instante rítmico donde vemos el engranaje de un orden donde la fe ya no es el principio de todo. Trama de lugares límite y de humanos-animales (gallo, anguila y conejo) cuya reclusión voluntaria los sitúa en una triple sepultura autoconsciente.
Piedad o el éxodo hacia una espiritualidad perdida que advierte, con estilo más directo que el de Había una vez en Anatolia (Nuri Bilge Ceylan, 2011), el arribo de un orden feroz donde ya no repercute la caridad. Y por eso la tragedia de la avaricia emerge como un sendero de sangre donde una crucifixión, en vez de purificar, deviene el símbolo expandido (jamás religioso) de la infinita llaga de la desconfianza.
12.01.15