por Jesús Hernández Olivas
“Nacido en un mundo desprovisto de entusiasmo y de gusto, el cinematógrafo se desempeña como un eunuco: agita un abanico de plumas de pavo real ante nuestros ojos somnolientos. El cinematógrafo cree que lo que nosotros le pedimos es que nos adormezca. Ignora que estamos muriéndonos”, escribió Henry Miller hacia 1939 en ese maravilloso compendio de ideas estéticas y personales que es El ojo cosmológico, en cuyo texto inicial el autor, sin que sea este precisamente su motivo principal, expone una lectura sobre las intenciones y posibilidades del cine en su época, al mismo tiempo que elabora una suerte de adivinación ominosa acerca del futuro de la cámara.
Leviathan (2014) es el nombre del cuarto largometraje escrito y dirigido por el ruso Andrey Zvyagintsev, donde retoma la historia de Job, este pobre hombre al que Dios le puso una plétora de mortificaciones existenciales a fin de probar su fe, dejando toda la explicación bajo la marca de un misterio insondable (por divino, supone el lector más devoto de los textos bíblicos). Al mismo tiempo, el director alude al libro que Thomas Hobbes legó en 1651 donde expone su teoría de un Estado absoluto como mal necesario para seres incapaces de gobernarse a sí mismos.
En este nuevo filme de Zvyagintev, concebido desde el 2008 y estrenado simultáneamente el 5 de febrero tanto en Rusia como en nuestro país, el director invoca al doble Leviatán literario para procrearlo en una nueva forma: la cinematográfica. Ésta, cruel y terrible en su temática y tratamiento, pero profundamente hermosa al mismo tiempo, gracias a la fotografía cargada de paisajes cuasinórdicos y la selección musical que incluye el genio y sensibilidad de Phillip Glass.
El largometraje relata la historia de Kolya (Aleksei Serebryakov), representación actualizada de Job, hombre honesto y justo —o vil, déspota e irresponsable, según se le quiera juzgar desde este lado de la pantalla—, que ayudado por su amigo Dmitri (Vladimir Vdovichenkov), prominente abogado de Moscú, se enfrenta al poder del alcalde Vadim (Roman Madyanov) quien desea arrebatar a Kolya la casa donde vive con su hijo, Roma (Sergey Pohhodaev), y su pareja, Lilia (Elena Lyadova), y para esto usará, sin miramientos ni concesiones, toda la maquinaria gubernamental de corrupción y abuso que está al alcance de sus garras de funcionario.
El secreto narrativo en el guión elaborado por el mismo Zvyagintsev y Oleg Negin está en aquello que no se dice, eso que sólo se insinúa y queda velado trás una cortina de diálogos, pues toma una fuerza maligna por su calidad de prohibido; queda bajo la superficie del mar y apenas asoma su espalda colosal. El espectador lo ve en el horizonte, justo como lo hace Lilia antes de ser tragada por el caos primordial que es la existencia en esa Rusia absurdamente maligna retratada por el cineasta. Nosotros recopilamos hechos y tejemos conclusiones en torno a la historia presentada, pero nunca podemos descubrir fielmente lo que ha pasado a los personajes; sin embargo, hay una certeza: el mal, que es representado como un caos existencial, es una consecuencia directa de las decisiones tomadas por el alcalde Vadim, quien en todo momento es respaldado por la comunidad más ortodoxa de la ciudad. Kolya no lo sabe, pero nosotros sí; aquí reside el dolor inevitable de ver Leviathan.
En la actualidad es casi imposible hablar de este filme sin recurrir al contexto de tensión en el que se vive su estreno, pues luego de haber sido apoyado por el Ministerio de Cultura de aquel país, Leviathan ha sufrido ya la censura anticipada del gobierno, lo cual resulta un contrasentido aun sin ver detenidamente la ecuación expuesta. Sólo hay dos opciones para explicarlo: según el propio cineasta de 50 años, o el gobierno está tratando de legitimarse al aceptar críticas de los creadores y el apoyo, en este caso, se habría tratado de una acción en este lineamiento; o bien, “alguien no leyó hasta el final el guión que escribí. Nunca lo sabremos”.
Así mismo, es inevitable toparse en internet la referencia a Leviathan por estar nominada a mejor película extranjera en los premios Óscar, que, como bien se sabe —no hay que ser, jamás, condescendientes con la bestia— es una de las principales sucursales del infierno en la Tierra; incluso, si nos fijamos bien durante la alfombra roja o en plena premiación a la mejor película, en medio de selfies y jocosos descuidos de las estrellas de moda, se alcanzan a ver escamas putrefactas y venenosas en los cuerpos de las actrices mejor pagadas de la industria y una mirada vacía que anida en sus ojos antes vivientes, ora devorados por la lengua del maligno. Sin embargo, a pesar de todo, debemos aceptar que éste y otros premios son buenos pretextos para captar la atención de las masas y enfocarla en la cinematografía de autores que merecen, por lo menos un par de vistas a su filmografía, como es el caso de Zvyagintsev, cuyo estilo está colmado de fuerza y lucidez orientados a lo poético de la imagen, lo perfilan como un digno heredero de esa fuerza de la naturaleza que conocemos como Tarkovsky.
“[...] No culpemos al cinematógrafo. Preguntémonos por qué hemos de permitir que esa forma artística auténticamente maravillosa perezca ante nuestros propios ojos. Preguntémonos por qué cuando realiza los esfuerzos más heroicos para conmovernos, sus gestos son desatendidos. Por primera vez en la historia del arte la turba ha dictaminado lo que el artista debe hacer. Por primera vez en la historia del hombre ha surgido un arte que complace exclusivamente a las masas”, afirma Henry Miller, ese viejo conocedor del tremor y la flaqueza, que curiosamente coincide estéticamente con las imágenes poéticas en movimiento de Tarkovsky, al menos eso me parece ahora en las postrimerías de la escritura en movimiento.
He revisitado el texto de Miller justo antes de disponer la escritura del presente texto; lo he utilizado —lo confieso ahora que me doy cuenta de ello— como un arma ajena que robé para herir la página en blanco, pues no he sabido cómo acercarme y enterrar un anzuelo idóneo en la lengua de ese monstruo llamado Leviatán, nombre que recibe la bestia creada por el Dios del Antiguo Testamento con fines, digamos, desconocidos para nosotros los simples mortales. Sin duda ese animal de proporciones inconmensurables para la imaginación es una de mis representaciones preferidas del mal absoluto, pues yace en lo profundo de la existencia humana y en ocasiones asoma su cuerpo en la superficie, encabezando una estela de catástrofe.
Anexo:
Ver Leviathan no es una experiencia que pudiera considerarse como “placentera” en la mayoría de los casos, a pesar de sus demostradas capacidades visuales y narrativas; por ello me atrevo a recomendarte —ahora que te decidiste a ver esta película gracias al texto por el que deslizas tu mirada: gracias—, como un postre necesario, la revisión de ese delirante y agridulce filme de los hermanos Coen titulado Un hombre serio (2009), donde también se expone el mito de Job y el sufrimiento sin sentido del hombre inocente en manos de Dios, pero narrado desde el humor refinado de lo grotesco y el más puro absurdo kafkiano, así como lo terrible/terrenal del caleidoscopio visual propio de los niños prodigio de Minneapolis.
05.02.15