por Jorge Luis Tercero
Cowboy: Is that you John Wayne? Is this me?
Hartman: Who the fuck said that?
Mientras miraba El francotirador (American Sniper, 2014), me di cuenta de que Clint Eastwood tiene serios y jodidos problemas: está perversamente, žižekeanamente enamorado de la liturgia castrense militar. El viejo no quiere dejar atrás sus glorias alucinadas de incomprendido cowboy de utilería, o de sargento de hierro. Quiere seguir apilando (aunque sólo sea en sus sueños más sucios) montañas de indios, chinos, coreanos y árabes en el cine.
El francotirador es un filme biográfico dirigido por el popular Clint jinete-pálido-cara-de-pasita-arrugada Eastwood. El planteamiento fue escrito por Jason Dean Hall, y se basa en la autobiografía de Chris Kyle, el verdadero francotirador estadounidense. La cinta está protagonizada por Bradley Cooper, Sienna Miller, Luke Grimes, Kyle Gallner, Sam Jaeger, Jake McDorman y Cory Hardrict.
Cuando hablo de las fijaciones del viejo sargento de hierro no me refiero a problemas como director, no podremos negar que es un artesano excepcional en materia de cine, digo, supongo que más de uno lloramos y reímos y apreciamos la hechura de obras como Gran Torino (2008), Cartas desde Iwo Jima (2006), o Million Dollar Baby (2004). El problema que encuentro en nuestro querido Blondie va más allá de la edad senil: es una fijación que podemos rastrear desde sus primeros trabajos, desde sus primeras actuaciones, ese fetichismo compulsivo, por momentos desgastado, en torno a la imagen del soldado o del cowboy. Ambos devienen en uno solo, borgeanamente todos los vaqueros que sueñan se despiertan crudos y enlistados en el Army.
La trama ya se la saben, y si vieron Zona de miedo (The Hurt Locker, 2008), de la Kathryn Bigelow, ya incluso conocen la atmósfera que nuestro querido sargento de hierro le imprimió a su más reciente entrega. Ese tono fascista pero sensible, con un toque gourmet, de progresión dramática fallida aunque pegajosa, de humor involuntario, casi como sacado de las ocurrencias del personaje argentino Micky Vainilla, que los atrapará si se descuidan. Para eso están hechas películas como ésta o la tremendamente graciosa Múnich (2005), de Steven Spielberg.
“Hago esto para proteger a mi país. ¿Acaso te gustaría que estos tipos llegaran a Nueva Jersey o a San Francisco?”, declara el protagonista en algún momento de la cinta. Chris Kyle es el mejor francotirador de la historia militar de Estados Unidos, el perro más letal de las heroicas fuerzas de liberación americanas, en resumidas cuentas, “America, Fuck Yeah! Comin' again to save the motherfuckin' day, Yeah!”.
Pero la cosa va más allá, el héroe es un cowboy adicto a la adrenalina y educado bajo el rigor conservador de un padre obsesionado con defender a los suyos y a su patria; defender el rancho mientras se sabotea el rancho del vecino, otro Clint cualquiera, quizás. Este sendero lo lleva a alistarse en la fuerza SEAL de la marina para convertirse en soldado y francotirador. Al mismo tiempo se enamora de una chica aparentemente difícil de conquistar (Sienna Miller), mujer a la que conoce en un bar de soldados al que ella acude para desdeñarlos a todos y bajarles los humos con una suerte de precario discurso de superioridad. Corte: él la está ayudando a vomitar. Corte: ambos están teniendo relaciones. Corte: ya se están casando. Corte.
Justo el día de su boda le llega a Kyle la noticia de su próxima partida hacia Iraq con una sola misión: proteger a sus perros locos, proteger a sus palurdos hermanos colonizadores, muchos de ellos campesinos u obreros que se enlistan en pos de encontrar algo mejor. Clint es muy claro al ilustrar que la guerra no es un juego para cualquiera, eso sí hay que tenerlo presente.
Debido a las historias de sus idóneas hazañas, Kyle se gana el apodo de "The Legend", sin embargo su reputación crece también entre los enemigos, quienes le ponen precio a su cabeza y mandan a una especie de sicario que tiene mirada maligna, unos ojos escrutadores en los que se sintetiza toda la maldad del medio oriente, como ese perro de mirada sospechosa de los Simpson que al parecer es la forma en que Clint ilustra el mal encarnado. Por cierto este sniper talibán no tiene diálogos, sólo se limita a ser la sombra que persigue a Kyle casi de forma omnipresente. Por si no quedaba claro, el otro no tiene voz en este cine de guerra, los enemigos se convierten en meras sombras a su alrededor. Pueden ser japoneses, vietnamitas, africanos o iraquíes, no importa, ellos no sufren, son bestias, como en algún momento señala el mismo Kyle.
Chris sirve a dos amos, al ejército y a su familia, aunque principalmente a su mujer. A través de cuatro desgarradores viajes de servicio en Iraq, Kyle va perdiendo poco a poco su humanidad y si antes era un vaquero borracho que se iba a montar caballos salvajes, al regresar de la guerra, este Odiseo norteamericano se embota de recuerdos al estar obsesionado con las balaceras y las explosiones, con los hombres que no pudo salvar. Según su código ningún marine debe ser dejado atrás, el personaje pareciera querer encarnar al guardián de las murallas del “imperio americano”, al que denomina “el mejor país del mundo”.
Me parece interesante revisar en esta cinta la manera en que Eastwood traza el sendero del vaquero, ranchero local preocupado por el ocio de su región, que se transmuta en marine, colonizador de un imperio moderno. Considero que la película comparte esa difusa reivindicación del soldado que ha emprendido el cine estadounidense desde hace varias décadas atrás, con cintas como otro Francotirador (The deer hunter, 1978), de Michael Cimino, relato que nos habla de cazadores que se convierten en soldados atormentados. Quizás un momento álgido de la banalización del tema lo encontramos en Zona de miedo, pieza donde al igual que en la cinta de Eastwood se intenta construir un rostro del soldado que sufre por todos los demás, que casi casi se inmola al ir a la guerra; un Cristo con rifle y mira milimétrica.
Una de las cintas recientes, que mejor se meten en este tema sin caer en tantos clichés patrióticos, a mi gusto, es La ciudad de las tormentas (Green zone, 2010), de Paul Greengrass, donde además de hacer notar la ciega labor a la que los militares se ven expuestos, nos encontramos con la otra lectura, la de las corrupciones políticas y la manipulación dentro de la misma armada. Obviamente en este rubro también tenemos Cara de guerra (Full metal jacket, 1987), dirigida por Stanley Kubrick, de la que no acabaría de hablar nunca.
Por otro lado están los niños, objetos vacíos que bien pueden convertirse en amigos de cara un poco sucia pero fieles a la democracia de los States o en opositores; más bestias, más serpientes o bichos fanáticos. Esto se vislumbra en dos secuencias muy interesantes, Clint nos hace degustar el mismo movimiento lírico visual pero con variantes: un niño que lleva una granada de fragmentación para destruir un tanque y un niño que recoge una bazuca. No nos olvidemos del niño torturado por los mismo talibanes al cual el héroe mira con impotencia, otro daño colateral, otro posible cliente de McDonalds perdido, ni modo. Eso sí, la construcción de las secuencias de guerra está realizada con el cuidado de un ferviente groupie del mundo militar: le cortarán el aliento a más de un incauto.
El soldado-perro de guerra sufre, no hay duda, el francotirador sufre porque es llevado lejos de casa y encomendado con el deber moral de hacer que sus compañeros regresen a casa enteros. Pero a veces sufre y bien no sabe por qué, pues todo debiera estar bien porque pelea por su patria y gana pero no todo está bien. Clint Eastwood no disfruta mucho de meterse en meollos o reflexiones políticos, después de todo él es el gran cowboy del cine de Leone, la política y las preocupaciones sociales son para rojos y hippies, “I know what you are thinking, punk!”, me reprocha mi Clint interno mientras escribo estas líneas. Clint mantiene el drama en un pathos más amable, nada de comunismos ni teorías de la conspiración.
Pero mira cómo sufren los soldados en la guerra, sufren y sufren y no saben por qué sufren, ni siquiera cuando logran regresar a casa dejan de sufrir, porque la guerra nunca se acaba para la gran nación de las barras y las estrellas. "Bring the boys back home", cantan los que saben, perdonará el lector que me ponga sentimental en este punto pero sí, estamos ante el eterno retorno con pirueta doble del maestro Clint. ¿A dónde se van todos nuestros cowboys heroicos a lazar reses? ¿Al cielo? Se van a las tierras de Hammurabi a buscar códigos morales inexistentes. Sufren los soldados y no saben por qué sufren y los que hacen dramas de guerra tampoco lo saben o no quieren saberlo y prefieren hacer la misma película una y otra vez, con ligeras variantes, hasta que quizás otra guerra llegue y surjan nuevas películas.
por Praxedis Razo
Nadie le perdonará la duración de esta artesanía regional que Eastwood ha producido para los premios de una municipalidad de Los Ángeles, sin embargo este filme no exhibe la cruda triunfalista de una leyenda del gatillo (como ya le pasó con Los imperdonables, con la que ganó Clint en 1992 su lugar en la Academia), sino la irremediable decadencia de ese “imperio” que crea la clase de monstruos que es el francotirador, y que por supuesto proviene del viejo oeste. En ese sentido, el personaje de Eastwood ha atravesado toda la historia de EE.UU., y hoy, ya añejado, se impone el sutil cuestionamiento.
Ciertamente no critica, como Cimino (Francotirador, 1978). No caricaturiza, como Kubrick (Cara de guerra, 1987). No apologiza, como Coppola (Apocalipsis ahora, 1979-2001), o Stone (Pelotón, 1986). Eastwood es discreto: muestra. Desde el principio queda claro que se trata de una interpretación del director de la visión subjetiva del protagonista, que obviamente es un sucedáneo del Capitán América (Johntson, 2011), pero fuera del universo Disney-Marvel: lo que vemos en la primera secuencia es lo que ve el hombre por la mirilla de su lente… vemos a quien va a morir, un niño y su madre que iban a estallar una granada en un convoy militar gringo, en medio del desastre externo e interno de los personajes.
El gatillo se dispara, y con éste los flashbacks devienen en lo que se va construyendo como un réquiem de la cultura militarista gringa: estamos en los zapatos, en el pulso acelerado del último “héroe” norteamericano, del obsesivo e irracional Terminator (Cameron, 1984) que se está pasando de lidia, pues todo es desencanto dentro de ese tono sepia en que viven las creaturas de la película (extraordinariamente logrado por el más gringo de los fotógrafos gringos, Tom Stern).
El hombre legendario no encuentra la gloria con la que se refieren a él ni en sus sueños. La leyenda invencible no puede controlar a su hijito mientras paga el servicio de su coche. El superhombre no puede ganar la guerra doméstica. Es el último de su especie, y está solo (lejos, en cualquier cornisa, viendo la guerra como desde una cámara de cine). Los demás han perdido hasta a su Dios; él sigue creyendo que existe, y en su honor asesina (“God, country and family”, dice el francotirador después de dar unas palabras a su equipo, que deliberadamente fueron cortadas por Clint). A él le excita la guerra; los demás huyen de ella (“Fuck this place”, le dice su hermano que se despide asustado).
El francotirador es un ojo sólo, no está capacitado para entender su entorno, y es por ello que se ha quedado atrás, incluso en su discurso, que es retrógrado, pleno de anacronismos, pero sincero y fidedigno. En suma, el filme es una alegoría del malestar callado de una cultura que se transforma a tal grado (todos los soldados están con sus celulares en la mano en medio de batallas) que desde la mirilla del que dispara es imposible seguir el transcurrir de los hechos; es, por esto, también una advertencia del viaje que no tiene retorno.
18.02.15