por Adriana Bellamy
Amor loco (2014), séptimo largometraje de la austriaca Jessica Hausner, se centra en los últimos días del poeta y dramaturgo Heinrich von Kleist, figura clave de la literatura alemana. La relación entre Kleist (Christian Friedel) y Henriette Vogel (Birte Schnöink) será el punto de partida para bosquejar una serie de cuadros de la burguesía berlinesa decimonónica, donde, más que una elaboración romántica sobre el amor apasionado e irracional, los personajes interactúan como piezas calculadas de un teatro de cámara.
En forma similar al trabajo de la imagen que distingue algunos otros títulos de su filmografía (Hotel, 2005; Lourdes, 2009), Hausner marcará la pauta interpretativa de una sociedad que no es mostrada, sino puesta en escena desde el encuadre inicial —plano medio de Henriette, articulando el fuera de campo con su mirada, a quien vemos a través de unas flores amarillas en frontground—.
Los objetos y actores se perciben desde simetrías controladas, las cuales se organizan en una secuencialidad basada en la repetición y sus variaciones. Así, la imagen de las flores que encontramos desde el inicio tendrá varias referencias en la película no sólo a través de la imagen sino del sonido: la secuencia de la primera velada musical, donde se interpreta una lieder de Goethe sobre la futilidad de una violeta como epítome de la consumación romántico-amorosa (canción que en dos ocasiones más se presenta en la película pero interpretada por Henriette), es manejada mediante una alternancia dancística entre planos de conjunto de la cantante y el uso del campo-contracampo, para expresar un furtivo cruce de miradas entre Kleist y Henriette. Esta misma dinámica visual tendrá sus secuencias-espejo a lo largo del filme hasta la toma final de la hija de Henriette tocando el piano y haciendo una reverencia, remitiendo a la misma posición que antes ocupara su madre.
En Amor loco los decorados, trajes y comportamientos totalizan la contención: se traza la idea del teatro de marionetas, característica de la concepción literaria de Kleist (“gente que no se conoce a sí misma”), y la fatalidad absoluta que seguirá a los amantes será presentada de manera episódica mediante los componentes expresivos del filme: color, movimiento limitado de la cámara (paciente y observadora, a la manera de Rohmer) y trabajo de composición plástica en el encuadre interior contrastada con las secuencias exteriores de paisajes en planos generales que parecieran funcionar de manera estática.
Con una clara influencia de la pintura barroca holandesa, Hausner se deleita en fragmentar el espacio a través del reflejo, la proporción visual y las intensidades de la iluminación: pensemos en la secuencias entre Henriette y su esposo acostados sobre lechos que se tocan de manera perpendicular y que dividen cada extremo del encuadre de manera geométrica, con espacios de luz y oscuridad, o en las sesiones artísticas en casa de los Vogel con Henriette al piano en tomas frontales con ella al centro del cuadro y mirando hacia una cámara fija, que nos recuerda a La joven de la perla o La lección de música, de Vermeer.
En este sentido, las secuencias se componen de una serie de cuadros vivientes donde la teatralidad de los lugares, las situaciones y figuras es regulada por la fotografía de Martin Gshlacht. El movimiento entonces se manifiesta de un modo pictórico y específico que privilegia el gesto, relieve que se resiste donde el lenguaje tiene más importancia que la emoción desmedida: amour fou o, más bien, amor a distancia, herida del pulso que agita la profundidad de una humanidad silenciosa destinada a interludios.
11.03.15