por Jorge Ayala Blanco
II de V
Orson Welles y el egocentrismo. Nacido el 6 de mayo de 1915 en Kenosha, Winsconsin, segundo hijo de un acaudalado inventor y una hermosa concertista de piano, bautizada como George Orson Welles en su pequeña ciudad natal, redactor precoz de tragedias shakesperianas, huérfano de madre a los 8 y de padre a los 12, revolucionador de Broadway con su Mercury Theatre al montar Macbeth con actores negros y dirigir musicales socializantes como The Crade Will Rock de Marc Blitzstein (1937), encaminador de la radio a los límites de los mass-media al hacer creer en una invasión marciana a los radioescuchas de La guerra de los mundos el domingo 30 de octubre de 1938, novelista en sus ratos de ocio (Una gran legumbre, Two by two), argumentista y escenógrafo de algún ballet (The Lady in Ice, 1953), adaptador de obras teatrales y en ocasiones dramaturgo (Fair Warning, The Unthinking Lobster), legendaria voz radiofónica de la serie detectivesca La sombra y Las aventuras de Harry Lime, director de tragedias shkesperianas para la TV, actor fetiche en una cuarentena de películas inmundas (Cagliostro de Ratoff, 1949; Los tártaros de Thorpe y Baldi, 1961) o inspiradas (Tuyo es mi destino de Stevenson, 1944; El tercer hombre de Reed, 1949), provocador debutante en la realización fílmica a los 25 años, niño terrible instantáneo y a perpetuidad, poseedor del récord de películas mutiladas e inconclusas a lo largo de su pantagruélica vida (Soberbia, It’s all true, ambas de 1942; Jornada de terror, 1943; Don Quijote, 1955; The deep, 1969; The other side of the wind, 1970), Welles es el único cineasta maldito del cine contemporáneo digno de ese nombre.
El artista maldito era un atentado a las bases mismas de Hollywood y, saltando de precarias coproducciones hispano-suizas a franco-ítalo-germano-yugoslavas o para la tv francesa, Welles significaba un escándalo viviente y un errabundo box-office poison celebrado hasta por el jet-set que lo mimaba hasta la burla. El prestigio de Welles fue por más de medio siglo enorme, desmesurado, insostenible. Un obseso de la monstruosidad , condenado al egotrip, incapaz de hacer otra cosa que indagar eternamente los rasgos de su propia faz. Debía ser caprichoso, berrinchudo, narcisista a niveles descomunales. El mundo soy yo, y se desploma ante la rabia grotesca y la voluptuosidad abismal, parecía ser su lema. ¿Queriendo abarcarlo todo se da justificación a la falta de sentido? Welles niño y Welles senil prematuro se confunden el El ciudadano Kane, se expenden hacia el familiarismo histórico en Soberbia, se abren devastadoramente hacia el mito femenino de Rita Hayworth en La dama de Shanghai, conocen las pasiones de un primitivismo intemporal casi mineral en macbeth y Otelo, se funden fatalmente en las derrotas asumidas de Mr. Arkadin y Sombras de mal, se elevan a la trascendencia metafísico-social gracias a Kafka en El proceso, se desgarran en el estrépito rabelesiano más que shakespiriano de Campanas de medianoche, sucumben al querer hacer vivir las anécdotas inventadas en Historia inmortal y se pierden en la espejeante ronda de falsificaciones artístico-lógicas de F for Fake.
Aquí la entrega I de V.
20.04.15