V de V
por Jorge Ayala Blanco
Orson Welles y el estrépito de la reflexión.
Meditar sobre mi infancia brutalmente interrumpida, meditar sobre mi muerte saboreada a dentelladas, meditar sobre mi éxito infecundo, meditar sobre la magnitud de mi frustración despiadada, meditar sobre mi errancia obligatoria, meditar sobre una vida que se me escapa y que yo quiero retener y fijar en imágenes que sorprendan por su suntuosidad barroca, que atrapen en su combate de luces y sombras, que demuestren incluso en la intolerable unidad de tiempo (arranque de Sombras del mal con la bomba puesta en la frontera) el trágico trance de dilatar una dimensión increada y sin embargo depender del espectador para confirmar mi simulacro de existencia.
Ése es el monólogo que se escucha una y otra vez en la corriente de la obra de Welles. Procedimientos en desuso (por ello innovadores), decorados con techo, maniáticos planos secuencia, energuménicos emplazamientos en contrapicado, acciones a diferentes distancias de la profundidad de campo, transtornos de los tiempos narrativos: por debajo de ellos estarán siempre el guiñol psicoanalítico de Kane y la potencia frenética de Welles.
Un temperamento en el límite, la comunicación de una vida apurada sin remordimientos ni subterfugios, el poder vencido haciendo su entrada triunfal en el cine moderno antes de tiempo. Viéndose como una mutación trepidante de edades en Kane o como un repelente sapo que revienta en el arroyo de Sombras del mal, arrastrándose de violación de vaticinio en paradoja, reconstruyéndose al cabo de cada acta de autoacusación, perpetuándose en el grito atribulado de quien sabe será siempre admirado pero nunca comprendido, Welles se ocultaba en la furia y en la nada de un espasmo que sintetizaba la vida humana.
Orson Welles y el placer del texto: “Sólo deseo reproducir el placer de los buenos narradores orientales”.
Orson Welles y la identidad: “My name is Orson Welles”.
Aquí la entrega IV de V.
06.05.15