por Praxedis Razo
Sin contar nada (spoilerear), basta con una mala descripción de la trama genérica para entender lo que se le espera a cualquiera que se adentre en Revenant: El renacido (G. Iñárritu –nueva firmita del señor Alejandro González–, 2015), la más reciente pretensión de un publicista con suerte: un legendario cazador convaleciente busca venganza absoluta en una road movie ambientada en un western nevadito contra el loco inmoral que dio muerte a su hijo pawnee, medio por intolerancia, medio por loco que es, medio por abreviar su cometido y cobrar 200 dólares que le prometieron, todo como trasfondo de una cubierta etérea que desde la fotografía se edifica.
Así, frente a usted quedarán dos películas a viviseccionar: el pueril guión del padre protector más allá de la muerte y el entramado fotográfico del Chivo Lubezki, atrapado ¿para siempre? en un típico viaje malickeano. ¡Dos superproducciones por un sólo boleto! En la primera tendrá que fletarse el paso por el infierno, el purgatorio y el arribo al paraíso del personaje gesticulante que construye para sí mismo Leonardo DiCaprio; en la segunda tendrá un bonito recorrido a ojo de pájaro por los nevados paisajes de un hipotético norte de Estados Unidos (en realidad filmado en el cono su del continente), con breves y malintencionadas irrupciones de vistas subjetivas que, a todas luces, subestiman la imaginación del espectador.
En la road-movie-western-nevadito usted hallará una vibrante y coreográfica secuencia de batalla de ¿5 minutos?, una escalofriante pelea, cuerpo a cuerpo, entre osa mayor y hombrecito, en pretendida metáfora de duelo de paternidades, y de ahí más nada, que un mal homenaje al final desesperanzado de Avaricia (Von Stroheim, 1924 y otras fechas). De lo que se trata esta primera película es de exhibir los límites actorales de Leo, que quién sabe a dónde quiere llegar. El tema que intenta tocar el debate de Danza con lobos (Costner, 1990), por ejemplo, queda enterrado en la nieve. ¡Este es un reality de sobrevivencia del siglo XIX!
Por otro lado, en la cáscara catedralicia que Lubezki va conformando para nuestros ojos, el espectador podrá elegir entre arrullarse o darse un banquete de postales líricas. Pesadillas lúcidas de un pasado en llamas, alucines mortuorios de un cuerpo en descomposición, devaneos inusitados ¿en drones? por caídas de agua helada, vaho y salpicaduras tipo parabrisas en carretera sobre la lente encimista de la cámara que aspira a justificar el inútil realismo de la otra película, pues debe estar en los términos del contrato. En fin, toda una tanda de elementos muy gástricos que corren a la par de otros muy líricos, que dan al traste también con esta parte de la megapelícula condenada al onanismo.
¿Algo más para invitarlo a escuchar un soundtrack demasiado imperfecto para lo que se ve? ¿Un acompañamiento musical tan intrascendente como el de su prima hermana Gravedad (Cuarón, 2013)? ¿Qué más necesita, amable lector para darse cuenta que Hollywood ha muerto ansiando renacer?
Chauvinista, belicista-militarista, sofista, conductista, efectista y desprovista de todo lo que importa a un espectador avezado, Revenant: El renacido puede quedar en el agujero por el que llegó. Nada le va a pasar al cine después de ello.
22.01.16