por Praxedis Razo
Pasa la diligencia, rauda, contra la tormenta. Pasa gratuitamente por el rectángulo de los 70 mm de puro hielo, infinitos tonos de blanco, segmentados por un símbolo unívoco de la cristiandad. Pasa y sigue atravesando el espacio que cubre la lente, acompasada por un tema musical, que si bien es un tema original de Morricone, suena a que recicló algunos mejores momentos de sus mil partituras para cine. Pasa y pasa y Robert Richardson se da vuelo con los paisajes y la luz que reflejan, hasta que otra cruz, volteada, la detiene: un incólume hombre quiere llevar su carga muerta al mismo lugar adonde va la diligencia.
Afuera, un negro (Samuel L. Jackson ya no se sabe si aprovechando otro rol en otra entrega de Tarantino, o si aburriéndose) y algunos cuerpos congelados; adentro, una pareja de blancos vivos, el que cobra la recompensa y la que morirá colgada (Kurt Russel haciendo de oso y Jennifer Jason Leigh haciendo de Janis Joplin); los tres personajes son de lo peor, el chofer es diverso, está en el mundo de los graciosos. Se negocia el viaje con las eternas frases que Tarantino ya había escrito en Perros de reserva (cfr. escena del desayuno, o escena de casting a ladrones) y sigue la carrera para ganarle unos minutos a la ventisca.
Se llega a una peor situación: se encuentran en el camino a otro náufrago de la tundra y se van sumando circunstancias que tensan más y más un delgado hilo conductual por donde transitará una película capaz de sostener por 100 minutos una ingeniería bien dramática de movimientos de cámara superfluos en un terreno máximo de 40 metros cuadrados, clausurando del todo las posibilidades reales de una lente (la Ultrapanavision) hecha para ver a los lados y a lo profundo. ¿Algo está expresando esa mutilación hecha al espectador? Sorprende que nada. Ni siquiera los chorros de sangre están diseñados para lucir los alcances de la lente.
El guión es un juego de rol. Para los que estén familiarizados con ese tipo de mesas narrativas ya se pueden ir enterando por qué es tan larga. Pero dentro de ese juego de rol hay una pequeña trampa ¿inesperada?: otra película inserta, un cortometraje, si se quiere; un prólogo corto, si se me apresura, movido del lugar que le correspondería, pues, tal como si a Pulp fiction (Tarantino, 1994) la armáramos en orden, perdería toda emotividad oficiosa. En esa otra micropelícula tampoco se explota como debiera ser la lente, e incluso se constriñe más la herramienta al desesperante servicio del conteo, pues no hay que olvidar que se trata de la octava película del realizador y que lleva el nombre de ocho personajes, entonces pues hay que contarlos bien… Ya saben: unos, dos y así hasta el ocho fellinesco.
Lo que mueve la industria a la que Tarantino apela cuando piensa sus películas es el mismo motor de sus películas, y es el mismo que acaba enterrándolas en el olvido: el dinero. ¿Qué será que, por lo menos dos veces en cada rollo del filme, se mencione un monto a cobrar? ¿Será que la única petición que hace Quentin a sus actores-personajes es “piensen en el dinero”? No hay más: a pesar de que esta vez vuelve a tener la aparatosa oportunidad de resarcir los errores cometidos en Django desencadenado (2012), pues comparten vecindades de contextos históricos, comparten duraciones, comparten subtemas (racismo, mujerismo), comparten presupuestos. Pero no, detrás de esa oportunidad, en realidad solo se esconde alguien dispuesto a asaltarte al final del día. Ni siquiera el sagrado (para ciertos republicanos) nombre de Lincoln es despojado de la maniobra de facturación.
Al rascarle un poquito, esta película gore bien sofisticada y escandalosamente pudorosa quiere ser una parábola de aquel figurín retratado con tanto énfasis al principio de la película, el rey del gore y de los judíos, si se quiere pensar en términos cinematográficos estrictos, y acaba siendo una mala pasión de Cristo, humorista y cursi a la vez, con tintes de un western al que le falta aquello que se autoexacerba el personaje de L. Jackson en el flashback que acaba siendo culpable de la decreciente en la que se haya metido el realizador más pudoroso del mundo.
08.02.16