por Amhed Sandoval
Cuando un estímulo provoca un recuerdo pero éste no se consagra, hay dos opciones: hacer el esfuerzo para recordarlo o abandonarlo. Es como al intentar recodar un sueño, sin embargo la cotidianidad le resta importancia al subconsciente. Así se plantea Rastreador de estatuas (Rodríguez, 2015).
Jerónimo Rodríguez llega de la cinefilia, la crítica, la programación cinematográfica y del autoexilio, para presentar un documental que le tomó más de tres años realizar, y es tan personal que la primera decisión que toma es usar un seudónimo para narrarlo. “Jorge” es un buen nombre para relatar lo propio en tercera persona, cada quien puede elegir uno para explorar sus recuerdos y que parezcan de alguien más. El distanciamiento le ayuda al ahora director, a mirar las cosas desde otra perspectiva, trabajando con su alter ego coquetea entre la ficción y la no-ficción.
Un día Jorge por “casualidad” mira en un documental, Monos como Becky (Jordà & Villazá, 1999), y se le aparece el busto de un médico portugués, que recuerda haberlo visto en persona con su padre, pero no dónde. Desde ahí se deja guiar principalmente por la intuición, en un ejercicio de prueba y error constante. Comienza donde muchos lo habrían hecho, en Google y regresa constantemente ahí, pero se apoya también en sus familiares, amigos y conocidos para guiarse en este andar por la memoria.
Lo primero que muestra es un edificio habitacional rodeado de árboles, un plano de establecimiento dirían los realizadores, los cuales describen lugares sin mostrar personajes para contextualizar la acción que ahí se desarrollará. En Rastreador de estatuas muchos de los planos son de esta índole, aunado a detalles de esos espacios, que son en sí mismos espacios, no se hace presente el cuerpo del protagonista, ni es relevante el de ningún otro, y cuando tal vez se presentan en imágenes de archivo, siguen siendo lejanas a lo corpóreo.
Prácticamente todo lo que exhibe son calles, parques y plazas públicas, siempre de día. Esa es la estética urbana del documental, una mezcla entre el gris del asfalto y el verde de la vegetación, el cobre de las placas y las estatuas, y todos los colores desgastados que puedan dar los monolitos sobre las que se sitúan.
En la hechura de la película, Jerónimo Rodríguez en todo momento habla de sí mismo, y aunque no se presente frente a la cámara jamás oculta estar detrás de ella, declara un “yo”. Nunca deja de pensar en cómo está haciendo la película ni de evidenciarlo.
Expone imágenes y sonidos que podrían indicar estar ahí en ese momento, sin embargo la voz de Jorge evidencia lo contrario, cuenta sobre algo pasado. De cierta manera sugiere estar viendo con sus ojos lo grabado y escuchando la voz de sus pensamientos al respecto, en palabras del propio autor “Es un trabajo sobre pensar, estar solo frente a las cosas”.
Comienza a prestar más atención a su entorno, las calles, estatuas y placas por las que pasa todos los días en Nueva York, las de su natal Santiago de Chile y otras ciudades que visita. La mirada atenta modifica la forma en la que se manifiesta el mundo.
Muchos de los sitios visitados son nuevos para él, aunque nunca se ve un paisaje por primera vez, ya que siempre se compara con otro antes visto, paráfrasis de un diálogo que se repite en Elogio del Amor (Godard, 2001), y con toda razón. La mente siempre compara un estímulo nuevo con algo anterior, para interpretarlo y saber cómo reaccionar ante él, entonces no se ve el paisaje nuevo porque se está pensando en otro antes visto. En algún momento todas las estatuas visitadas parecen la misma estatua.
De esas visitas se van generando asociaciones inconscientes que Jorge enlaza tratando de recordar si es el busto que vio con su padre, al pensar más en él cavila en su profesión de neurocientífico toda la relación con el tema. En esas conexiones llega a un gusto que no compartían, el futbol.
En los países latinoamericanos el futbol juega una parte importante de la identidad social, más aún las selecciones nacionales. ¿Qué era del futbol chileno en ese momento? ¿Qué relación había con la Unión Soviética y posteriormente con Rusia? Éstas son algunas de las inquietudes que Jorge va planteando. Con una de esas asociaciones se percata que han pasado 40 años del golpe militar chileno de 1973.
En prácticamente toda América Latina se vivió represión de una manera u otra en las mismas fechas, de la matanza de Tlatelolco, en 1968, a la última dictadura argentina que inició en 1976. Así es posible ser empático ante ese sentimiento que se queda guardado en la memoria colectiva, y basta con mirar en la de un individuo para notarlo. En la oscuridad de la sala, la pantalla se convierte en un inmenso espejo.
Todo esto se va encontrando en la búsqueda de una estatua, de un recuerdo, de hecho parece que la estatua es sólo un pretexto para buscar, como el cine mismo, para preguntarse sobre algo e invitar a otros a que se suban a ese barco. A buscar caminos propios desde una propuesta dada, en un vasto mar de posibilidades y puntos de vista.
Dejándose llevar por el camino propuesto por el rastreador de estatuas se van acercando los recuerdos propios. Yo recordé una película brasileña o quizá portuguesa, que vi con mi padre y no comprendí, esperaba me la explicara, supongo él tampoco la comprendió, así que guardamos silencio. Jamás pude saber qué película fue, no obstante ahora por “casualidad” encuentro ésta otra, y a pesar de que no sea la que vi con mi papá, me evocó la sensación de estar ahí con él.
Dentro de toda la reflexión de Jorge surge una cuestión complicada, ¿qué tal si la estatua nunca existió y cambió lo ocurrido por un falso recuerdo? Como en Vals con Bashir (Folman, 2008), porque los recuerdos son como los sueños, simbólicos, el cerebro hace un resumen de lo vivido, sustituyendo cosas concretas por abstractas, lo hace todo el tiempo para “guardar espacio” y para “protegerse”, para no recordar explícitamente lo desagradable y tal vez por otras razones. El recordar algo no da la certeza de que así fuera lo ocurrido.
Entonces si al final no se tiene la seguridad de encontrar lo que se busca en los recuerdos, ¿para qué buscar en ellos? Jerónimo Rodríguez lo contesta constante e implícitamente en su documental, la recompensa es el propio viaje dónde se encuentra mucho más de lo que se ha olvidado.
Todo lo vivido se convierte en un recuerdo, casi en el instante mismo en el que se ha manifestado, y puede regresar sin previo aviso con algún estímulo, en esta película o en este texto, tal vez en una canción o en un aroma, que lo reserva ahí para contemplarlo, para congelarlo un instante y que se pueda volver a pasar por el corazón. Aunque en un sentido más estricto, es volver a hacer sinapsis en el cerebro, neuronas que van recorriendo caminos como si eso se estuviera viviendo por primera vez.
Las estatuas se instalan en lugares públicos para no olvidar, pero no se puede vivir con todos los recuerdos continuamente, no habría espacio para más. Tal vez el olvidar es sólo para poder recordar después, para rastrear estatuas en otro tiempo, encontrar lo que no se buscaba y volver a sentir.
07.03.16