por Jeremy Ocelotl
Éste es quizá el filme más nostálgico (en más de un sentido) que ha dado Hollywood en muchos años. Se trata de uno que retoma referencias cinematográficas a diestra y siniestra, sin que se sienta como un pastiche, sino más bien como un romántico homenaje al mundo del cine. El tercer largometraje de Damien Chazelle es en esencia un romance, aderezado con espectaculares números musicales que irán guiando o acentuando la acción narrativa.
Para entender el universo de La La Land: una historia de amor (2016), que se vislumbra como la máxima ganadora en la próxima entrega de los premios Óscar, hay que tomar en cuenta sus dos mayores influencias cinematográficas: Los paraguas de Cherburgo (Jacques Demy, Francia, 1964) y Cantando Bajo la Lluvia (Gene Kelly & Stanley Donen, Estados Unidos, 1952). De la primera tomará la estructura narrativa (intertítulos incluidos), además de también poseer una banda sonora basada en el jazz; de la segunda tiene fantásticos guiños visuales, los recurrentes motivos metafílmicos y el eterno discurso de luchar por los sueños dentro de industrias tan agresivas como las del cine y la música.
Por momentos, sobre todo al principio, parece que Chazelle está siendo demasiado fiel y respetuoso de las convenciones del cine musical, en específico con sus influencias. Así los escenarios recuerdan en demasía a Los Paraguas de Cherburgo (véase la paleta de colores). Y la historia parece desarrollarse en un nivel más bien predecible, con los distintos encuentros entre Mia (Emma Stone) y Sebastian (Ryan Gosling), que sin duda llevarán al enamoramiento entre ambos.
Sin embargo Chazelle es un director demasiado inteligente y poco a poco va introduciendo tanto elementos estilísticos como discursivos que servirán para diferenciar (y terminar de dar una voz propia) a su creación. Por un lado aquel melancólico sentir del filme, transmitido ya sea mediante las secuencias nocturnas a media luz, escenas filmadas en la hora mágica o la misma banda sonora. Así, a la par de que vemos florecer el romance entre el taciturno Seb y la jovial Mia, entre números musicales que lo mismo homenajean a Sweet Charity (1966) o Singin in the Rain, hay una ineludible melancolía que parece permear cada cuadro, y que muy probablemente vaticina el final del filme.
Por otro lado se hace también una revisión de la historia del cine mediante secuencias que lo mismo emulan el teatro de sombras, hasta películas silentes, en un claro ejercicio de amor al séptimo arte. Pero quizá la más interesante de las innovaciones en La La Land es la utilización de la cámara como un danzante más, los elaborados movimientos en los diversos planos secuencia del filme, hermosa y elegantemente coreografiados, vuelven a la cámara un personaje más que baila, como lo hacen Ryan Gosling y Emma Stone a cuadro.
Pero si de alguna manera todos estos elementos terminan funcionando de manera cohesiva y orgánica es gracias a la simpleza de su narrativa. Una que apelará al público en general, gracias en gran medida a su dosis de nostalgia sobre un romance sencillo, donde la intrusión de la tecnología se siente anacrónica y apenas si se hace presente en forma de celulares, que al mismo tiempo acota temas como la madurez o el costo que tiene el poder realizar los sueños propios.
Es así que por más de dos horas veremos el vaivén de la relación de Mia y Sebastian, entre bailes y tonadas como la memorable “City of Stars”, para terminar siendo deleitados con la secuencia final más espectacular en un musical, desde aquellas (de las cuales toma inspiración) encontradas incluso en An American in Paris (Vincente Minnelli, 1951). Todo esto en un filme que no teme abrazar la artificialidad de su mundo de ensueño para poder transmitir sensaciones, emociones y sentimientos tan reales, que solo un cínico podría resistirse al mismo.
por Qornelio Reyna
Damien Chazelle regresa con su tercer largometraje tras la oscareada Wiplash (2014), con una cinta que le tomó años en gestar y que propone un giro refrescante al musical norteamericano por un lado y una carta de amor a Los Ángeles y por otro al viejo Hollywood, industria que lo recibió con brazos abiertos.
Cabe recordar que el cine musical nació con la llegada del cine sonoro y que fue en gran medida Hollywood y su cine de evasión el que configuró sus normas –prestadas del teatro– al tiempo que forma parte crucial en la consolidación del star system de la época de oro, por allá de los años 40 y 50.
Chazelle se convierte en un niño montando un espectáculo de Broadway en su cabeza con unos Ginger Rogers y Fred Asteire resucitados en los cuerpo de Stone y Gosling. Recuerda, no a los musicales de culto de los años 80, sino las grandes joyas oscareables de los 50 y las recorta con bisturí para unirlas con cuidado en una cinta hecha específicamente para gustar.
No hay más. Su estilo vintage, muy ad hoc con el gusto popular de esta época, y la frescura de sus actores, renueva el género y lo trae con harta vida a la segunda década del siglo XXI.
La La Land es manipuladora, emocional, excitante y lúdica. Obliga al espectador sumergirse en su amplio formato, sus apabullantes colores y su estruendosa banda sonora, quizá un poco como lo han hecho otras películas de gran producción e historia sencillona. Es una película para el gusto universal, un producto de la cultura pop que para nada viene a descubrir el hilo negro sino que viene a recordar el poder ensoñador del cine.
11.02.17