por Jeremy Ocelotl
El más reciente filme de Maren Ade, cuyo paso por Cannes fue aplaudido por la crítica –tanto coo para provocar una decepción generalizada al no ganar ningún galardón principal–, es un filme dos en uno. Por una lado se trata de una incisiva crítica al corporativismo y al capitalismo voraz que rige Europa, y la manera en que moldea a los individuos que se encuentran inmersos en él, y por otro (menos logrado) el relato de reconciliación entre padre e hija distanciados por sus opuestas posiciones ante la vida.
La película sigue a Winfried, un maestro de música divorciado que gusta de realizar bromas que involucran a su alterego, Toni Erdmann, y a su hija Ines Conradi (con la que tiene una relación más bien difícil) quien labora para una consultora en Bucarest y parece no tener vida alguna aparte del trabajo. Ambos personajes se verán confrontados y acompañados el uno por el otro en un intento de reparar su relación, al tiempo que se pretende examinar su humanidad. Todo esto en un relato de reconciliación que termina siendo conservador en su ideología.
El tono que escoge la directora Alemana es una comedia del absurdo, contrastada con una absoluta sobriedad que se hace presente desde los primeros encuadres, cuando descubrimos al alterego del protagonista en la simpática escena inicial.
Ante la nula interacción y empatía por parte de Ines, Winfried decide darle una visita sorpresa en Bucarest, siendo ignorado por su hija, quien lo ve más como una incomodidad. Después de una falsa partida, éste regresará en forma de su alterego Toni Erdmann, para irrumpir en la vida de Ines y lograr reconectarse con ella.
La premisa del altergo es bastante inteligente, acentúa las complicaciones que resultan de las brechas generacionales. La misma pronto se diluye debido a varios factores: una repetitiva vena cómica recae en el humor más ramplón que se pueda imaginar; también en el desarrollo de los personajes, que terminan por volver a la Ines de Sandra Hüller mucho más compleja e interesante que el personaje interpretado Simonischek.
Afortunadamente el filme de Ade tiene un tono político mucho mejor realizado, gracias a su crítica al capitalismo globalizador, visto como sistema perpetuador de comportamientos machistas. La directora aprovecha sobre todo la ocupación de Ines, para ponerla en situaciones tan degradantes hacia las mujeres que lo mismo serán vividas por ella que observadas por su padre para vergüenza de ambos.
Nos encontramos entonces en ese vaivén de situaciones absurdas en este viaje de Winfried e Ines, algunas como consecuencia de su profesión, otras por la intromisión de su padre en su vida. Y mientras vemos como Ines estoica y pragmáticamente intenta sacar provecho del machismo en situaciones tan incómodas como ser reducida a la acompañante de compras de la esposa de un alto ejecutivo, o descubrir para su nula sorpresa que es vista como un pedazo de carne por algunos colegas, Winfried (o mejor dicho Toni Erdmann) se dedicará a avergonzar a su hija, enfundado en su peluca y sus falsos dientes.
Mientras que las escenas de la existencia corporativa y utilitaria de Inés son sagaces y tienen un enfoque preciso, cuando Simonischek aparece en pantalla la película cae en un sentimentalismo y repetición prestados del Hollywood más básico. Si bien hay un running gag bastante inteligente sobre la puesta en abismo performativa, que está llevando a cabo el personaje de Winfried, lamentablemente suele culminar en chistoretes y obvias reflexiones sobre la vida, que en cualquier otro filme no hubieran sido pasadas por alto.
Aquí se desmenuza un capitalismo inhumano, que es retratado en su complejidad para ir acentuando defectos de manera puntual y las afecciones que le causa al individuo, esto en contraste con la idealización de la figura paterna y su ideología. El personaje de Inés es violentado no obstante la violencia de su padre se ve romantizada.
Más que un ser humano el Winfried del filme se erige como un santo, por eso mismo el personaje se mantiene como un ser virtuoso durante todo el filme, aun cuando su hija no pueda verlo en un principio. No hay matices en el personaje de Simonischek, a quien el filme siempre parece entregarle toda la simpatía, además de concederle el don de la compasión hacia su hija que ha perdido el rumbo, convirtiéndolo en una figura casi mesiánica. Por lo mismo los matices y el cambio en su comportamiento son innecesarios. A diferencia de Inés el personaje de Simonischek sigue siendo el mismo durante todo el relato, y esto más que responder a un rechazo de la estructura dramática del personaje, lo hace a una falta de necesidad de humanizar el personaje.
Se revela entonces la naturaleza del discurso de Toni Erdmann: ante el dogma del capitalismo, el filme promueve otro encarnado en Winfried, quien propone esa ligereza ante la vida, pero al igual que el capitalismo, no admite cuestionamientos y utiliza métodos violentos para imponerse (si bien más sutiles). Desde la irrupción en una comida de amigas de Inés, hasta las constantes intrusiones en conversaciones de negocios y juntas; todo esto se le vende al espectador como un acto de amor, uno violento sin duda alguna.
En apariencia la reivindicación del núcleo familiar ha velado todas estas nociones, pero lo que no se ha notado es que este núcleo familiar está compuesto por una figura autoritaria en Winfried, y aquella sólo encuentra la paz en cuanto el resto se subordina por completo a su ideología, como lo es Inés. En este sentido al mismo tiempo la película se revela sexista y freudiana, pues la idealización del padre no solo le quita todo vestigio de humanidad a Winfried sino que habla de un estado de infantilización de su personaje, quien termina asumiéndose como esta damisela en apuros, que solo puede ser rescatada no por cualquier hombre, sino por un hombre en particular: su padre.
10.03.2017