por Adriana Bellamy
Uno de los aspectos más atractivos de los festivales de cine es la oportunidad de experimentar el estado del cine actual: cartografías visuales para comprender el mundo como uno y múltiple, representaciones fílmicas sintéticas y sintácticas, panoramas de la cinematográfica mundial que nos permiten constatar que el cine no sólo se ve, sino nos sucede.
En el marco de su séptima edición, el Festival Internacional de Cine de la UNAM brindó varias muestras que dan cuenta de las nuevas narrativas sintomáticas de nuestro tiempo, un cine de eclosión, de deriva y pluralidad de pensamiento.
Tal es el caso de La mujer que se fue (2016), la más reciente entrega de Lav Diaz, filme que se aparta —sólo un poco, pues cabe señalar sus casi cuatro horas de duración— de un corpus de obras de largo aliento cuyo ejemplo inmediato lo encontramos en A Lullaby to the Sorrowful Mystery (filmada también en 2016) de ocho horas.
Señalado por algunos como representante absoluto de un cine de narrativa lenta, Diaz nos muestra desde la primera secuencia la estructura del filme que nos remite a una constante en toda su filmografía: el trabajo con el encuadre. Mediante la historia de Horacia Somorostro (Charo Santos-Concio), liberada después de 30 años en prisión por un crimen que no cometió, Diaz nos presenta un espacio ficcional que se rige siempre por sus límites y por las posibilidades de rebasarlos a través de las dialécticas con el fuera de campo.
Ya sea en la interacción entre la imagen y los indicios sonoros de la radio para establecer un contexto histórico-social específico de Filipinas a finales de los años noventa o la posición de la cámara para crear relaciones entre figuras y objetos presentados en el encuadre y fuera de él, Diaz maneja las distancias del tema filmado como una miscelánea de superficies. Así, en una de las secuencias iniciales vemos en primer término a una de las recluidas subir las escaleras de una litera en uno de los cuartos de la prisión mientras detrás de ella observamos cómo Horacia desempeña su papel de maestra y lectora de cuentos con sus otras compañeras.
Encuadre como sistema cerrado, pero no unívoco, sino polarizado hacia un drama de escalas y formas. Visión de profundidad, paso del tiempo interrumpido por el montaje y favorecido en el plano largo donde los cambios de espacio también se sustentan con las sonoridades del exterior.
El periplo de Horacia se transforma en una historia de venganza en busca de su examante Rodrigo Trinidad (Michael de Mesa), responsable de su encierro y de haberla despojado de todo arraigo posible al descubrir que su esposo ha muerto, una hija que en muchos sentidos es una extraña o al saber que su hijo mayor está perdido en Manila. Personajes marcados por la fatalidad, atormentados por la culpa, la pérdida, el abandono espiritual en el mejor estilo de la literatura rusa del XIX (ya mucho se ha hablado de que Diaz se inspiró en el cuento de Tolstoi “Dios ve la verdad, pero no la dice cuando quiere”), en La mujer que se fue Diaz construye el pathos de caracteres en un espacio de restricción y libertad máxima, en la capacidad de invasión de elementos contenidos en el encuadre como voluntad dinámica al interior.
Se fraguan y elaboran distintas potencialidades de la imagen en las estructuras metálicas de los cuartos en la prisión, los barandales de calles y casas, las puertas, las ventanas, los puentes, o los malecones para estructurar el plano en espacios múltiples habitados por las criaturas de la barriada. En muchos momentos las representaciones de los marginados sometidos a las leyes de esa instancia inmóvil del punto de vista, que nos recuerda a un Pedro Costa en las imágenes dilatadas sobre un hecho social, refuerza el interés de Diaz por reflexionar sobre su propio tiempo e historia (vena política que proviene de una larga tradición en el cine filipino, en muchos casos poco conocido como el cine de Kidlat Tahimik). La forma cinematográfica coincide con la lectura personal de un país en construcción, fragmentado y disímil, que, como Horacia, tendrá que reconocerse, crear una nueva identidad a partir de una ficción alterna.
Por eso en este espacio estructurado casi geométricamente, el encuadre nunca se cierra sobre los rostros, pues nos aleja de ellos, nunca se utiliza el close up, sino se explota la movilidad de los cuerpos en las lindes de un conjunto controlado y finito. La cámara se coloca en varios momentos de manera frontal, en otros con una ligera inclinación que logra disponer los elementos de manera idónea.
De tal forma, pareciera que cada plano revelara la búsqueda de Diaz por la toma sublime, autonomía estética aparentemente invariable que nos sorprende con un giro visual transcurridas tres horas del filme, cuando acontece el asesinato de Rodrigo Trinidad, con un movimiento de cámara en mano sobre un pasillo real que refleja los laberintos del relato individual y colectivo.
El cine de Diaz prolonga la duración de los acontecimientos hasta lo imposible, permitiendo al espectador organizar su memoria visual mientras contempla los elementos de cada plano. Navegante veterano de la cámara fija y la imagen monocromática de intensidades lumínicas, Diaz traza líneas y organiza la tensión dramática en encuadres complejos, donde las distancias entre los personajes y los objetos develan cuerpos distribuidos en la profundidad, procesión de figuras sobre los fondos de un muelle delineado por las grúas, los trazos arquitectónicos en las fachadas de casas o iglesias, o en las calles desiertas y los bajos mundos donde Horacia se transforma en Renata, alter ego en pro de los desamparados (travestis noctámbulos o vendedores de ballots), de los insomnes que cargan con su miseria, su existencia desnuda. Las relaciones entre duración y contenido en las películas del director filipino siempre responden a criterios que van más allá de la necesidad funcional del relato y nos obliga a centrar nuestra atención en lo que para un ojo no avezado podría parecer accesorio.
En dos momentos clave de la película el relato de la torre oscura contado por Horacia será un eje simbólico fundamental que evidencia las transformaciones sufridas por este personaje. La historia del hombre en la torre, en una habitación sin ventanas, testigo de las almas penitentes, atormentadas por el fuego de su conciencia, almas “que quieren liberarse de una tierra moribunda” nos remite a la primera parte del filme y al motivo que provoca en Petra, la mejor amiga de Horacia y la verdadera asesina, la necesidad de confesarlo todo antes de suicidarse. Parábola que como en el poema “Childe Roland a la torre oscura llegó”, de Browning se convierte en radiografía de la existencia humana, expedición que en el filme de Diaz se manifiesta de manera bifronte tanto en la transgresión de los espacios como en la utilización severa del encuadre como herramienta de imposición sobre los cuerpos y los objetos.
Encuadre dialéctico sí, pero también encuadre receptáculo, de proximidades; encuadre perfecto, mural de realidades lentas; encuadre nítido y abarcador, integral que suscita el compartimento y la periferia; encuadre de pantalla dividida sin serlo a lo Jacques Tati, mostrado por la división intrínseca de la imagen de una choza con Horacia rodeada de los niños indigentes, mientras relata una historia que contiene todo el filme.
27.02.17