por Jorge Escoria
para PPP
Y antes de seguir dudándolo, señor Bowie, su respuesta será a partir de ya “Sí, hay mucha vida en Marteâ€, a propósito de John Carter. Entre dos mundos de Andrew Stanton (existosísimo director de Pixar: Buscando a Nemo, 2003, y WALL.E, 2008) que llega a las salas de cine desangelado, sin el mayor respaldo de su ingratos deudores, hoy magnates del entretenimiento, George Lucas y Steven Spielberg, y todo a medio morir se pone a saltar frente a una generación que ama el sable láser y las guerras de las galaxias, pero que nada sabe de su padre espiritual Edgar Rice Burroughs (también creador de Tarzan, otra saga taquillera), que a principios del siglo XX contó a los niños de cierta guerra memorable que se libró en Marte, conocido por sus habitantes como Barsoom, paralelamente a la Guerra Civil norteamericana, y que se ganó a favor de cierta justicia inclemente pero honrosa, gracias a la azarosa presencia de un terrícola aventurero llamado John Carter, que en la película es medianamente encarnado por un Taylor Kitsch tan asemejado al más ligero Deep.
Así el filme avatariano, planteado como una gran parábola geométrica que comienza y termina en el ideal de fin de siécle norteamericano (money: the dream come true), pero entre inicio y final nos lleva a Marte para atestiguar el duelo de un hombre que, huyendo de su guerra perdida (Carter es capitán durante la Guerra Civil), y sin querer saber nada sobre prioridades y fulgores patrióticos inasibles, se encuentra con una gran batalla marciana –barsoomiana, dirían los exquisitos- con la que habrá de comprometerse a la menor provocación, pues significa para él recobrar el amor perdido tan difícil de hallar en esos días en que la sifilización estaba a tope.
Vida en Marte cuando se acaban las prioridades terrestres, cuando John Carter no quiere saber más de este planeta tan doloroso (y en ese motivo original le gana por mucho a cualquier delirio edípico en las estrellas), tan sin chiste, y viaja en primera clase, como sólo los grandes de la ciencia ficción lo hacen desde las epopeyas féericas medievales: con base en una proyección de sí mismo en otro espacio, un telegrama, es decir una reproducción de la imagen sacada de la Matrix (¡uy, referentes de los extraños hermanos Wachowsky, 1999 y subsiguientes años trilogísticos!).
Reafirmación de sí mismo, de una muy probable visión colonialista ad hoc con la esperanza del autor original de esta saga, hoy anacrónica y salida de la manga de los súper yanquis trasnochados, a los que al final se les agradece la catarsis individualista de la persecución improvisada de siempre y la megamatanza siempre esperada con la factura de las palomitas hollywoodenses, y en fin la vida en Marte resulta ser tan demasiada humana que se vuelve insoportable, como todo lo salido del sombrero de Disney en su calidad de productora, que plaga todo con discursos medio políticos medio románticos medio nada, de los que ya sabemos qué criatura saldrá: la victoria apabullante de los buenos, una película ya muy vista.
Sólo rescataría el manejo tan estúpidamente materialista de la fe que en todo recuerda la obra bladerunnereana de Luc Besson (más a la lista de grandes deudores incondicionales), pero como acá, en John Carter, la metáfora del creer carece de la clave humorística que abunda en el susodicho Quinto elemento (1997), se cae a pedazos mucho antes de que los guionistas hayan tenido a bien explicárnoslo en un diálogo obtuso, que es la única constante de esta película que hoy resulta ser casi un juego de video derivado de la patente de corso de Lucas arts.