por Julio César Durán
No soy un cliente, ni un consumidor, ni un “usuario”.
No soy un número de seguridad social o un expediente.
No soy un holgazán, ni un gorrón, ni un mendigo o un ladrón.
Siempre pagué mis deudas, hasta el último centavo y estoy orgulloso de ello.
Quien sea la persona me da igual, siempre he respetado a mi vecino y lo he ayudado si he podido.
No acepto ni busco caridad.
Me llamo Daniel Blake.
Soy una persona, no un perro, y como tal exijo mis derechos, exijo que se me trate con respeto.
Yo, Daniel Blake, soy un ciudadano, nada más y nada menos.
El viejo Daniel Blake es un carpintero. Un hombre común en un barrio pobre del noreste de Inglaterra. Tras un infarto los médicos le han prohibido volver al trabajo, el cual suponemos es similar a la labor dura y extenuante de cualquier obrero en el planeta. No obstante, la burocracia subcontratada de Newcastle, atorada en un mecanismo ilógico, decide dejar de apoyar al viejo Dan por considerarlo apto para el trabajo y no para un subsidio, más tarde apto para buscar un empleo pero no para aceptarlo, apto para lidiar con un mecanismo innecesario pero no para cuestionarlo. Esa es la odisea en el largometraje ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, Yo, Daniel Blake (Loach, 2016).
Ken Loach ha sido siempre un cineasta cercano a la clase obrera del Reino Unido. En sus más de 30 largometrajes ha puesto la mirada en los personajes ordinarios que viven y sueñan en las calles y la cotidianidad de los barrios británicos, en muchos de los casos ha sido una voz para aquellos que no la tienen, que son invisibles ante el gran escenario mundial, los ignorados que atraviesan las dificultades inherentes a cada jornada.
El octogenario realizador, oriundo de Warwickshire, es un caso especial en la filmografía británica, quien ha evitado a Hollywood bordeando el cine industrioso para dedicarse a un compromiso con su tiempo y con el trabajador promedio, el inmigrante, con las minorías raciales, con los pobres, los marginados, los no privilegiados, y Yo, Daniel Blake no es la excepción.
Protagonizada por el humorista inglés, Dave Johns, la película nos pone ante los ojos a un personaje verosímil, un hombre mayor con un espíritu proveniente de otro tiempo enfrentado a un mundo neoliberal que tiene como armas a la despersonalización, por un lado, y a una burocracia limitada a ser una maquinaria cerrada, por otro.
Aquella burocracia no es más que una máquina sin ojos y sin oídos, fabricada para coartar y para mantenerse aislada de cualquier criterio o de cualquier sentido común. Daniel Blake está forzosamente en las manos de un equipo de trabajo, un outsourcing designado por el Estado que dará fe de su estado de salud sin que ningún médico lo ausculte.
La odisea de Dan es, advierte el filme, la odisea de cualquier persona de a pie en pleno siglo XXI: estar condenados dentro (y bajo) de un sistema en el cual no hay oportunidad de decisión. A través de los encuentros y desencuentros de Daniel con los ejecutivos, algo le queda claro al espectador y es que el sistema no está al servicio de las personas sino que la persona parece estar obligada para servir al sistema.
Ken Loach desvela aquellas quimeras a las que estamos expuestos, o en todo caso sometidos, en nuestro día a día: desde pertenecer a una clase sin ningún tipo de privilegios que está obligada a sobresalir, hasta la ficción que representa el entusiasta instructor de currículos que propone que siempre debes competir, cuando la verdad del asunto, expuesta por Daniel, es que no existen suficientes empleos… pasando por la obligación de pagar impuestos a un sistema que no ofrece ni empleo ni pensión para poder hacerlo.
Es cierto que la película no promete un final feliz, pero nos muestra el lado humano del habitante en un vecindario cualquiera. La madre soltera con dos pequeños (Katie, interpretada por Hayley Squires) que termina adoptado al viejo Dan como una figura paterna, establece una conexión de confianza, respaldo y fraternidad, quizá valores hoy en día olvidados o “poco útiles” para el poblador del agresivo capitalismo que vivimos. Los cuatro forman una familia en condiciones nada favorables y aun así mantienen el ánimo para encontrarse y entenderse.
El más reciente filme de ficción del veterano Loach no tiene efectismos ni grandilocuencia alguna, tan es así que no hay música, a la manera de un score, que soporte la emoción del argumento. Toda la fuerza recae en las miradas de los intérpretes, en sus avatares cotidianos, en el montaje sobrio que nos regala Jonathan Morris con abrir y cerrar de ojos, paciente y suspirante; recae también en la identificación que el guionista Paul Laverty consigue para sus personajes.
Una muestra de dignidad, irreverente como sólo un tenaz carpintero que realiza pintas callejeras puede revelarla, queda representada en este largometraje galardonado en los Premios César y BAFTA, en los Festivales de Cannes, Locarno, Dublín, San Sebastián, Vancouver y Estocolmo. Se trata de uno de esos filmes indispensables que producen una empatía tan grande como para hacer necesaria una caja de pañuelos desechables en cada función.
12.06.17