Por Cuauhtémoc Pérez-Medrano
Cuatro años hace ya que Jayro Bustamante subió al podio a recibir el Oso de Plata por su potente película Ixcalnul (2015); dos años han pasado desde que este joven director guatemalteco fue parte del jurado que eligió a Estiu 1993 (Simón Pipó 2017) como la mejor opera prima del mismo certamen. Por eso, para esta edición 69 del Festival de Cine de Berlín, mirar otra vez el nombre de Jayro Bustamante en el programa ya no es sorpresa. Temblores, su último trabajo, fue presentado en el emblemático Zoo Palast con un sala llena y porra chapina incluida.
Desde el inicio, la película promete movimientos telúricos, vibraciones y sacudidas, pero esos estremecimientos no llegan a reventar durante los 107 minutos que dura el filme. La historia abrasa con un prólogo: entre la lluvia y el drama las tomas siguen a los personajes siempre a espaldas a la cámara. El motivo de este “clímax” con hechura de preguntas es el juicio familiar por la declaratoria pública de la homosexualidad de Pablo (Juan Pablo Olyslager), el protagonista. Luego tiembla la tierra. Pablo es un hombre de cuarenta años con elegante esposa y dos hijos, rico y “buen mozo”, que se ha enamorado de Francisco (Mauricio Armas Zebadúa) –su símbolo de libertad y deseo–. Sin embargo, Pablo y su familia son miembros de una comunidad cristiana evangélica, de esas comunidades que, sea cuál sea el método, buscan curar las “enfermedades” de sus ovejas descarriadas para mantenerlas dentro de las leyes de Dios, ahí se encuentra la trama del filme.
Antes de la proyección el mismo Jayro Bustamante dedicó la película a todos los Pablos que anónima pero vivencialmente se encuentran representados en el protagonista . Por eso se percibe que sus voces expresan la frustración de una lucha constante contra las leyes morales, divinas, e incluso legales que coartan las libertades de los hombres y mujeres que viven o intentan vivir libremente su homosexualidad en países como Guatemala. La historia busca la empatía, la temática es arriesgada, pero el desarrollo del personaje principal se vuelve un tanto habitual: liberación, gozo, sufrimiento, arrepentimiento, sacrificio, por lo que la película sólo agita a ratos las tensiones, pero nunca termina por bien explotar. Quizá el propósito cumplido de la película sea precisamente: la desilusión.
Hacer cine de calidad y con originalidad discursiva en Guatemala, al igual que muchos países latinoamericanos, representa un desafío no sólo en lo que refiere la culminación del filme, sino también en lograr que los espectadores comunes puedan acercarse a estas películas. “Hacemos cine para los festivales”, sentenció con un amargo embeleso el mismo Bustamante al recibir su premio en el 2015. Temblores es sin lugar a dudas una película de certámenes, pero esperamos sinceramente que esto no sea tan definitivo.
La temática de la religión une al trabajo de Bustamante con el trabajo de otro joven director, el brasileño Gabriel Mascaro que después de su singular, visual y premiada Boi Neon (2015) presentó con su tercer filme de ficción Divino Amor. El filme en tanto distopía futurista en el año 2027 es muy original y presenta un drama con tintes humorísticos de hechura totalmente ficticia. La historia es relatada intermitente por una voz en off infantil. La trama gira entorno a Joana (Dira Paes) quien junto con su pareja Danilo (Julio Machado) son miembros activos de una congregación religiosa evangélica para parejas llamada "Divino Amor". Joana es una oficinista que trabaja en el departamento de divorcios de una oficina gubernamental y usa los tiempos e infiernos de la burocracia para disuadir a las parejas solicitantes de divorcio. Johana usa también la latente reconciliación de las parejas para acercarlos a "Divino Amor", esa es su misión divina: ayudar a mantener el amor en otras parejas. La fe se mueve sólo bajo la idea del milagro, y así el milagro significa par Joana y Danilo la procreación. Danilo posee baja calidad de seminal, lo que exige mayor devoción y mayor religiosidad.
Presenciamos en el filme, cómo la tecnología, por medio de códigos binarios, huellas dactilares y demás dispositivos, ha erradicado la anonimidad y el caos del “no registro” en la sociedad, la cual está acostumbrada ya al pragmatismo mecánico y robótico, incluso en las confesiones espirituales. El desenvolvimiento de la historia nos dirige hacia una farsa que sólo por la distopía y la extravagancia del tema resulta muy plausible. La estética de las plano secuencias confirma la manufactura de Mascaro, una estética neón y muy equilibrada.
Hoy en día es inevitable pensar en Brasil sin la figura de Bolsonaro, y es inevitable también suponer qué clase de festival es la Berlinale. Por eso no puedo dejar de especular, que el filme aunque no previera los caminos de la política brasileña si habría percibido con recelo una sociedad que apuntaba a un futuro hacia los grados más acres y positivistas de su lema nacional “orden y progreso”. Por eso me gustaría leer esta incisiva farsa como una esperanza netamente secular contra ese futuro.