por Bianca Ashanti González Santos
Lúcia Murat participó como activista y militante en movimientos contra la dictadura de Humberto de Alencar Castelo (1964-1985). Con ello como antecedente político Murat llega al mundo cinematográfico con una mirada crítica que a pesar de los años retoma siempre la perspectiva social de un Brasil fragmentado en dos mundos diametralmente opuestos.
Es desde esta arista que la cineasta brasileña construye una historia con base en dos personajes: Gloria, personificada por la soberbia Grace Passô, una mujer afrodescendiente que habita en las favelas de Río de Janeiro, dueña de una historia de violencia e injusticia que contrasta con Clara (Joana de Verona), la psicoterapeuta de la universidad, quien vive en una burbuja de privilegios concedidos no sólo por su nivel socioeconómico, sino también por su color de piel.
A partir de estos personajes Murat narra una historia que, pese a tener un comienzo débil, toma fuerza al quebrantar la delgada línea divisora entre la realidad social de la psicóloga y la paciente. La brecha de privilegios bajo la cual se rige la comunidad brasileña se comienza a cerrar cuando el silencio se rompe y los secretos con los que ha vivido Gloria comienzan a salir.
El séptimo largometraje de ficción de Lúcia Murat nos muestra el insoportable papel de una mujer (Clara) que ha decidido mirar detrás de la cortina que limitaba su vida y ha encontrado, del otro lado, una realidad que no puede ni quiere comprender, que la aterra y la limita. La directora nos muestra lo frágil que resulta ser la perspectiva privilegiada de las clases dominantes en los “países subdesarrollados”.
Quizá uno de los mayores aciertos del filme recae en la forma en que cada una de las protagonistas se desenvuelve a raíz de esta transgresión. Mientras que Gloria comienza a entender su propia realidad y logra dejar a un lado el papel de sumisión con el que había vivido toda su vida, Clara inicia una decadencia psicológica que le ocasiona paranoia y una dependencia médica que a veces parece injustificable.
La narrativa visual del filme resulta única, con encuadres que van creciendo conforme va avanzando el argumento e incorpora al espectador en el proceso psicológico de las féminas a través de primeros planos. Después el filme se aleja lo suficiente para hacer al público parte de un ritmo acelerado y agresivo que relata la forma de vivir en las favelas: con miedo, con venganza, con muerte y, casi de manera obligada, con esperanza.
Murat se resiste por sobre todo a romantizar la realidad de Río y hace de Plaza París (Praça Paris, Brasil-Portugal-Argentina, 2017) una cinta congruente que no aspira terminar bien. ¿Qué final podría tener una historia de violencia, injusticia, decadencia y racismo?
Resulta imposible pensar en cómo terminar esta trama, el desenlace de los personajes es caótico y en ocasiones cuestionable, pero como la propia directora se plantea al inicio de la cinta ¿hasta qué punto podemos llevar la empatía?
Es el espectador el que tendrá la última palabra, pero sin lugar a dudas los referentes militantes-activistas que tenemos de Murat nos animan a pensar que la idea, más allá de cuestionar las acciones particulares de cada uno de los personajes de la cinta, recae en cuestionar al sistema que rige y como éste es el responsable de llevar al límite la personalidad de sus ciudadanos.
A final de cuentas todo lo que vemos en Plaza París sólo son dos realidades antagónicas convergiendo en un territorio segmentado, débil y corrupto.
28.05.19
Bianca Ashanti González Santos
Siempre lloro en las salas de cine y en las tardes de domingo. Militar desde la ternura es lo más radical que he hecho.....ver perfil