por José Emilio González Calvillo
Beanpole: una gran mujer, segunda película del cineasta ruso Kantemir Balágov, sucede en Leningrado, durante el primer otoño de la posguerra; así lo indica un intertítulo sobre la pantalla negra en la secuencia de créditos. En contraste con esta especificidad espaciotemporal, el fuera de campo provoca cierta indeterminación: se escucha un balbuceo como aquellos que hacen los bebés al nacer ¿o es, en cambio, el gemido sofocado de alguien que se asfixia? Si bien de inmediato aparece en pantalla lya (Viktoria Miroshnichenko), la protagonista excombatiente convertida en enfermera, que debido a una parálisis emite involuntariamente esos ruidos, la confusión sonora que precede a la imagen de la mujer presenta las fuerzas en conflicto que atraviesan toda la película: lo que puede ser un recién nacido, puede ser alguien en un momento mortuorio. En otras palabras, el comienzo de la vida se mezcla con los instantes agónicos: así es el intento por retomar la cotidianidad luego de la culminación del conflicto bélico. En Beanpole, los acontecimientos trágicos buscan ser trascendidos mediante la afirmación de la vida, pero las instancias de vitalidad se interrumpen una y otra vez, remitiendo o desembocando en la muerte y el sufrimiento.
Desde las primeras escenas de la película las tensiones entre calidez y angustia son visibles. En la lavandería del hospital de guerra las enfermeras ríen, parlotean y se abrazan, al tiempo que realizan su demandante trabajo. Mientras el doctor Nikolai Ivanovich (Andrey Bykov) examina a Stepan, uno de los soldados lesionados, al fondo de la habitación sus compañeros llevan a cabo una serie de ejercicios de rehabilitación con un entusiasmo cercano al calentamiento previo a un partido deportivo. Desde un punto de vista cenital, lya le brinda a Pashka, el pequeñín hijo de su amiga Masha (Vasilisa Perelygina), un baño en una tina blanca medio oxidada, para después arroparlo con una toalla y una manta. El ambiente, aunque ajetreado y por instantes mortuorio –rasgos esperados de cualquier sanatorio–, posee cierta alegría reconfortante que emana de las acciones de quienes en él intentan hallar remanso, a pesar de la preocupación del cuidado, la profundidad de las heridas y las reminiscencias de la pérdida. Además de las acciones, la inquietante comodidad proviene de la puesta en escena misma: la elegancia con que la cámara sigue el transitar de los personajes por las habitaciones; las luces en los decorados que, gracias a la oscuridad de la interioridad nocturna que las circunda, hacen resplandecer cada encuadre; el despliegue de múltiples tonalidades verdes, rojas, ocres y amarillas. Así el virtuosismo estilístico del cineasta ruso entra conflicto con el horror prolongado de la conflagración que lo invade todo, más allá de las trincheras.
Beanpole: una gran mujer es una lucha por la vida encarnada por lya y, particularmente, por Masha, quien al volver de la contienda también trabaja en el hospital. La necesidad por la sobrevivencia se manifiesta de forma muy explícita en el anhelo de la segunda mujer por ser madre, quien luego de enterarse de la muerte de Pashka, en vez de arrojarse al lamento decide salir a bailar. Esta búsqueda por la creación de nueva vida se convierte en un motivo a lo largo del metraje y se acentúa de diversas formas, sobre todo por la perpetua imposibilidad de que esto acontezca. Por ejemplo, el plano de detalle de la cicatriz en el vientre de Masha que remite al proceso quirúrgico por el cuál concebir de nuevo le es negado o la pequeña fotografía sobre el escritorio en la oficina del doctor Nikolai en la que aparecen sus dos hijos y acerca de quienes la mujer pregunta, sólo para recibir por respuesta que también han fallecido. Todo este anhelo conduce hasta peticiones que derivan en el cumplimiento de favores injuriosos con tintes de sacrificio: Masha le implora a lya que tenga un hijo para ella. Sin embargo, la impotencia permanece constante por que la presencia inexorable del displacer y de la muerte interrumpe todo el tiempo: el juego acaba en tragedia, el acto sexual en tosquedad, los reencuentros en malas noticias o nuevos pacientes que deben ser atendidos y el baile de lucimiento de un vestido nuevo en el recuerdo desesperado del trauma.
Además de ese espectro luctuoso que rodea la película de Balágov, la muerte aparece frente a cámara. En estos momentos los encuadres son muy cerrados, los personajes aparecen en la cercanía, cuerpo a cuerpo, aunque siempre de forma fragmentaria: no son escenas lo suficientemente explícitas como para poder ser denunciadas, pero tampoco poseen una sutileza para poder ser incuestionables moralmente. En esa ambigüedad radica la contradictoria fuerza dramática de la película. Luego del deceso de Pashka –que no por ser accidentado deja de ser menos ominoso– hay un corte y, de forma simultánea, el ruido del tranvía suena estrepitosamente, como si fuera un cañonazo en el campo de batalla. Si bien la película se aleja todo el tiempo de la trinchera, el énfasis en el dolor que se vive en la intimidad, articulado mediante el montaje y el sonido, remite también a cada otra pérdida de un conflicto bélico, sin tener que usar como recurso el espectáculo. Otra muerte, a pesar de no ser una culminación entera de la vida, es aquella de lya al intentar concebir con el doctor Nikolai un hijo para Masha, pues el acto es una imposición aceptada más por la culpa que por la voluntad; esto termina por ultrajar a la mujer, derivando en una suerte de muerte moral que despierta toda una serie de interrogantes hacia la manera mediante la cual los personajes se relacionan entre sí.
Beanpole: una gran mujer, muestra una serie de claroscuros emotivos y formales en la recreación de un tiempo histórico preciso. Kantemir Balágov demuestra en su técnica una pulcritud firme de academicismo casi intachable; sin embargo, todo esto está en conflicto con el tema mismo y, en específico, con la fuente primaria de donde proviene: el testimonio de las mujeres que vivieron la Segunda Guerra Mundial. La película surge del libro La guerra no tiene rostro de mujer, de la laureada autora bielorrusa Svetlana Alexiévich, donde ya hay una tensión latente entre las voces vivenciales y la persona ensayística que las comparte y les da el cariz de literatura. Cuando eso, a su vez, se convierte en ficción fílmica ornamentada, desde una perspectiva ética será siempre cuestionable, por eso sólo queda confiar en la honestidad de ese abrazo de las dos amigas en medio del desasosiego para poder inclinar la balanza hacia la luminosidad de la vida.
07.12.20