por Paola Ramírez
Los documentales que parten con una búsqueda implican ese estar ahí barthesiano que conforma la subjetividad y al sujeto. Esa presencia cinematográfica podemos encontrarla en La tierra los altares como un cuerpo (el de la directora) que se adentra en el lugar que vemos al comienzo del documental y la historia que este mismo (le/nos) cuenta.
Sofía Peypoch intenta recordar con la cámara convirtiendo la memoria subjetiva en colectiva recurriendo al cuerpo. La utilización de la búsqueda y la imagen-recuerdo en las dos versiones bergosnianas (Deleuze), le permiten a Sofía ir de la tierra a la imagen y de la imagen al cuerpo en una relación de capas que se entretejen. Esos tejidos son los huesos, las huellas; es lo que queda adherido a la tierra; es la poesía. La intención de este ensayo es hilar la relación que tiene la metáfora del “cavar” y la utilización del espacio con la construcción del tiempo tanto de la misma directora como de ese espacio-cuerpo que entrando en contacto con la tierra que cuenta, se reconoce a sí mismo en su memoria.
En el segundo tomo de sus estudios sobre cine (La imagen-tiempo), Deleuze deshila los dos tipos de “reconocimiento”, según uno de los estudios que hace Bergson sobre la memoria: el automático y el atento. El primero trata de una percepción sensoriomotriz que se extiende a través de los movimientos/acciones ejercidas hacia el objeto. El segundo es lo que se extrae del objeto: una imagen, una descripción; son ciertos rasgos que tienen injerencia en esos objetos. “En el primer caso teníamos de la cosa, percibíamos de la cosa una imagen sensoriomotriz. En el otro, constituimos de la cosa una imagen óptica (y sonora) pura, hacemos una descripción”.[1]
Mientras que el documental abre con la primera, avanza con la segunda. Una desgarradora confesión acompaña una secuencia donde vemos un paisaje nocturno ralentizado que se mantiene en movimiento porque quien graba lo hace desde un vehículo: “en el atardecer del 4 de junio, cinco hombres armados me levantaron en la carretera México-Cuernavaca”, hace una pausa, vemos plantas enraizadas, y continúa: “regresé al sitio donde me levantaron y comencé esta película”.
Ese doble gesto nos arroja ese doble reconocimiento. Por un lado, no vemos más que el espacio donde ocurrió el secuestro, pero esos fugaces cambios en la obturación nos permiten capturar otro tipo de espacio: el que Sofía recuerda; el cómo lo recuerda con las manos y los huesos bajo la aureola tenue de la luna. Su viaje comenzó en la penumbra de la noche. Lo que se llevó —todo lo que necesitó— fue solamente una cámara, luz y flash. Ahí comenzó todo: con esa necesidad de sentir la tierra donde estuvo, de escarbar su memoria.
Sofía escarba la tierra. Esa prolongación del movimiento va del reconocimiento automático al atento y viceversa. La imagen de la tierra y las plantas no es más que ese plano y lo que nos muestra, hasta que leemos inscrito en la imagen un “siguiendo la noche desde las sombras en la tierra sentía la presencia de cuerpos alrededor mío”. Esa forma de descripción, esa otra imagen proporcionada por la escritura, nos remite ya no sólo a la tierra o el cavar, sino a los cuerpos que en la memoria de Peypoch están. No se puede pensar la tierra sin esos cuerpos porque estamos escarbando con las manos de la directora. Estamos siguiéndola en la memoria con su linterna de mano y su sensibilidad.
De la misma manera encontramos ese tejido de imágenes que se expanden cuando Sofía evoca los sueños que tuvo con relación al lugar. ¿A qué imagen pertenecen los sueños? Eso nos lleva al enlace Deleuze-Bergson. Para Deleuze la imagen en el reconocimiento atento puede entrar en relación con una “imagen-recuerdo”, según se convoque. Eso une al sujeto con la imagen. La subjetividad toma un elemento de ese lugar de la carretera México-Cuernavaca para extraerlo y depositarlo en un terreno donde las imágenes —y el objeto/lugar mismo— se borran y crean constantemente.
En su sueño —que además era recursivo— la directora estaba en un bosque. Podía ver sus manos moverse mientras sus dedos sin uñas rascaban con fuerza. La tierra que recogía, la iba depositando en un costal. De sus ojos, humedeciendo la tierra, brotaban lágrimas. Sus manos se convertían en carbón que rápidamente tomó no-forma de ceniza. De pronto ese lugar que nos mostró al inicio del documental ya es otro, aunque sigue siendo el del sueño. Los gestos que rodean la tierra son oníricos (e incluso micropolíticos[2] ). Aquel lugar de cuerpos perdidos es visitado por una mujer que ese mismo día de su levantamiento nos confiesa que lo último que grabó fue la sombra de su falda moverse por el viento. ¿Cómo puede no temblar la tierra ante eso? ¿Cómo puede la imagen no expandirse en percepción, tiempo y espacio ante el retorno del cuerpo que pide a su memoria una imagen?
“La subjetividad cobra, pues, un nuevo sentido que ya no es motor o material sino temporal y espiritual: lo que ‘se añade’ a la materia, y no lo que la distiende; la imagen-recuerdo, y no ya la imagen-movimiento”[3] , sigue hilando Deleuze en su estudio sobre cine. Y es eso. Ya no sólo se trata del sustento del cine (imagen-movimiento). Lo que vemos en La tierra los altares es la búsqueda de un lugar que Sofía ha imantado de gestos que son una extensión de su memoria (y la de tantos cuerpos más). Su imagen-recuerdo se convierte en su memoria, y su cuerpo en esa misma tierra que ha llorado. La memoria del lugar está también en algo que leemos en una secuencia del documental: “me dijeron que ahí fueron los árboles los que empezaron a desenterrar los restos, expulsando las raíces a la superficie”.
La memoria está también en los huesos, en lo que queda después del incendio. Peypoch recoge restos óseos que encuentra en los alrededores del sitio donde fue levantada. Más adelante veremos que su intención era observarlos y estudiarlos. Es así como llega a la conclusión —y con la ayuda de dos personas a las que entrevista— de que es casi imposible distinguir de dónde provienen esos restos, a qué cuerpos pertenecieron. Con el afán de los secuestradores de eliminar los rastros de su crimen, utilizan el fuego (ese mismo que Prometeo robó para los hombres y que cada vez pienso más que no pertenecía a los dioses). Lo que queda son trozos óseos perforados cuyo deterioro no permite más huella que la que empieza y termina en el lugar donde fueron encontrados. “La actitud del cuerpo es como una imagen-tiempo”[4], que así como se busca, es expulsada, recuperada y construida.
Finalmente el metal coalescente que fundirá memoria-cuerpo-tierra-reconocimiento-imagen será la poesía. Jacques Roubaud escribió en Poesía una máxima a modo de revelación que traigo aquí a colación: “la poesía es memoria”.[5] Por lo tanto es una imagen interior. Bergson lo dijo de otro modo en Materia y memoria: “la interioridad y la exterioridad no son más que relaciones entre imágenes”.[6] Y Sofía escribe en la imagen-movimiento su imagen-recuerdo en verso. “Veo a unos hombres cavar/ una profunda zanja”.
Extiende a través de la poesía su percepción sensorial automática y atenta, orgánica e inorgánica, hasta llegar a la imagen. Esa es la tierra que arrebata de esos hombres para depositarla en su documental en forma de poema y así poder verla crecer hacia todos lados. Es un trazar sobre escenas la imagen aprendida en un afuera que ella sintió después en el cuerpo: “debajo de la lengua/ colocan la tierra”.
“La actitud del cuerpo pone al pensamiento en relación con el tiempo, que es como un afuera infinitamente más lejano que el mundo exterior”, como teorizó Deleuze.[7] Los poemas de Sofía son su propio lenguaje que adquiere una presencia física (el de su cuerpo) cuando entre imágenes vemos cómo algunas se viven en un tiempo exterior y otras, las del recuerdo y la sensibilidad, se experimentan en un tiempo interior donde la luz cambia y el reloj no es más que el de los árboles.
La tierra los altares cierra con un regalo para nosotros. Peypoch nos muestra al final de su largometraje la cumbre (borrascosa) de la memoria: un baúl donde guarda objetos que ha ido recolectando a lo largo de los años. Entre ellos vemos “raíces como brazos”, un cactus en descomposición, un árbol que tiraron para construir una casa y trozos de corteza. Volvemos a ese lugar íntimo del que se hizo la directora.
Volvemos al recuerdo, a la construcción de la memoria a través de las imágenes interiorizadas. Volvemos a un espacio que pasó por el primero que vimos en el documental. Ya no vemos más carretera, pero quedan los sueños, los huesos, la poesía, la tierra que se hizo cuerpo, los cuerpos-tierra. Todo ese tejido de sensibilidad reconociéndose en los objetos, en el fuego, en el acto de escarbar la memoria para construirla de nuevo. “Cerrados los ojos, la madre coloca/ una moneda debajo de la lengua/ dice: así se los llevan/ la piel cubierta de espinas la mujer advierte:/ la tierra/ era de nadie”, la tierra se percibe ya debajo de la lengua, en nuestras manos, en la imagen. ¿No sienten ya, debajo de sus uñas, los altares?
Referencias
Bergson, Henri. Materia y memoria, Editorial Cactus, Buenos Aires, 2006.
Deleuze, Gilles. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine II, Paidós, España, 1987.
Roubaud, Jacques. Poesía, Seuil, Francia, 2000.
21.10.24
[1] La imagen-tiempo. Estudios obre cine II. Paidós, España, 1987, p. 68.
[2] Micropolítico bajo la teorización de Deleuze-Guattari, Suely Rolnik-Guattari acerca de los afectos. En Micropolítica. Cartografías del deseo Guattari escribe que “la identidad es aquello que hace pasar la singularidad de las diferentes maneras de existir por un solo y mismo cuadro de referencia identificable”. Esas singularidades se constituyen por afectos que a su vez son moleculares.
[3] La imagen-tiempo, op. cit., p.72.
[4] Ibidem, p. 259.
[5] Poesía. Seuil, Francia, 2000, p. 44.
[6] Materia y memoria. Editorial Cactus, Buenos Aires, 2006, p. 41.
[7] La imagen-tiempo, op. cit, p, 252.