por María José de Tal
The Hunger Games (Ross, 2012) abre con pantallas de LEDs de alta definición al fondo, muestran la carcajada histriónica del conductor de un talk show. El gesto es parte de una conversación con el organizador principal (equivalente al productor) del espectáculo televisado con más rating de todos los años: "Los juegos del hambre".
¿Pero qué son “los juegos del hambre”? Son dos semanas de lucha por la supervivencia entre 24 jóvenes seleccionados como “tributos”; catorce días al interior de un foro virtual en el que representantes de los 12 distritos que comprenden el futuro de Estados Unidos –después de una revolución social fallida– se ofrecen como corderos inmolados, símbolo y garantía de que prevalecerá el gobierno. Son dos semanas que parecen un cruce entre The Truman Show y Battle Royale, producidas para la diversión de una capital (el Capitolio) que es el epítome de la opulencia, en contraste con el resto de los distritos empobrecidos. Pero, sobre todo, son la materialización de una sociedad cuyos afectos son modulados por un artefacto genial: el espectáculo.
Producto de la propuesta literaria de Suzanne Collins, Los juegos del hambre deja ver entre líneas el planteamiento de una ficción política más compleja que la que se nos ofrece en pantalla. Sólo un par de líneas iniciales y un video en el tono épico de las presentaciones de World of Warcraft, nos ofrecen indicios débiles del mundo que se ofreció a los lectores de la trilogía, comprensiblemente decepcionados por la “falta de profundidad” y el escaso desarrollo de la película frente a los textos.
Pero hay algo en la superficie que se nos ofrece que va más allá de lo palomero. Sí, la estética de los escenarios mostrados es aplaudible, la fotografía en tonos fríos calma y perturba de manera simultánea, los vestuarios divierten la vista por un rato. Sin embargo, la riqueza de Los juegos del hambre no está en la historia lineal que se nos cuenta, sino en el trabajo de los niveles de realidad que implica la película completa.
Tenemos, para empezar, un nivel básico: la “realidad” vivida por los habitantes de los 12 distritos que sufren de hambre (aun si ninguno aparece famélico –vale, aceptemos la convención–) y carecen de cualquier avance tecnológico, mientras que en el Capitolio se desbordan las delicias de la opulencia. Esta “realidad” se da en el contexto de un orden político cuyo discurso enfatiza la importancia de mantener la paz después de una revuelta pasada. En este marco se organizan y se televisan "Los juegos del hambre", supuestamente como una estrategia para proteger el orden, a base de instigar miedo y preservar la esperanza.
En un segundo nivel tenemos el “ritual” de “los juegos”, como una historia que sucede al interior de otra historia, es decir, en el marco de la sociedad futurista, otro panorama es presentado por el director Gary Ross y su equipo. Los participantes –cadáveres en potencia– son presentados como estrellas de cine: los estilizan, califican, publicitan y posicionan entre el público que presenciará la posibilidad de su muerte. Una vez posicionados como personajes, son introducidos en un escenario, aparentemente real, pero que pronto descubrimos puede ser modificado digitalmente (tanto en apariencia, como en acontecimientos) en cualquier momento, con tal de satisfacer las expectativas de las masas y mantener la tensión del show.
El tercer nivel, por supuesto, somos nosotros como espectadores, quienes miramos horrorizados cómo se orilla a estos jóvenes (símbolo tradicional de la inocencia y la esperanza) a matarse descarnadamente unos a otros sin una razón que parezca justificable desde fuera de la historia.
Espera, ¿dijiste descarnadamente? Claro. Los jóvenes planteados por Collins, en su mayoría, no intentan sobrevivir cual náufragos abandonados a su suerte en una isla desierta. En su mayoría, aceptan la premisa del juego –algunos se han preparado toda la vida para ello– y tiran a matar.
Si la ficción que nos ofrece Suzanne Collins es, como dicen muchos medios, sucesora de Harry Potter y las secuelas de Twilight, su propuesta está lejos de ofrecer soluciones mágicas o fantasías románticas rebajadas con sangre. The Hunger Games presenta jóvenes y niños cuya agresividad no funciona como un mecanismo de supervivencia: es un gozo. Son jóvenes producto de la sociedad en que viven: el instinto asesino, no sólo es natural, sino un motivo para convertirse en favoritos. No hay culpa que los detenga, sólo aplausos que los reciban a la salida. Y la vida, como premio para el más astuto, el más fuerte.
Katniss Everdeen (Jennifer Lawrence), protagonista del filme y “tributo” voluntario para salvar a su hermana, es la excepción a esta lógica: noble, auténtica, comprometida con el bienestar de otros. La contraposición de su carácter resultaría demasiado obvia en otras circunstancias, pero en este caso es digna de ser salvada del reino de lo cursi. ¿Por qué? Además de una actuación cautivadora y matizada más allá de lo que la película parecía ofrecer, Katniss emerge como un gran personaje, porque, más allá de luchar por su supervivencia, descifra y desarma la lógica que mantiene vivo el juego.
Como espectadores empatizamos con la angustia ante la posible selección de nuestros favoritos como tributos, los animamos a prepararse contra los demás ya que fueron elegidos y tememos por su vida ante quienes el narrador –que en este caso es el talk show que engloba la historia de toda la película– decide presentarnos como antagonistas. Así nos descubrimos (o sin siquiera darnos cuenta) transitando de la indignación y el disgusto, hacia el suspenso. Finalmente, nos sentimos satisfechos cuando nuestra elegida mata a algún contrincante. Pero ¿acaso no nos parecía absurdo este juego en un inicio? ¿No era terrible que jóvenes inocentes se mataran entre sí?
El mayor acierto de Gary Ross está en dejar que los límites entre nuestra posición como espectadores y la experiencia de los espectadores “superfluos” del Capitolio se difumine sin que nos demos cuenta: “Escoges a tu favorito, celebras sus victorias y la muerte de sus contrincantes”, reflexiona Gale Hawthorne (pareja de Katniss al inicio de la película) antes de que Katniss se ofrezca como “tributo” para salvar a su hermana. “Si nadie lo viera, esto se acabaría”, acaba por pensar el mismo Gale, y uno se pregunta si tiene razón.
Conviene pensar por qué el lugar de espectadores del Capitolio nos queda tan cómodo, por qué la dinámica de creación y la estrategia de posicionamiento de los personajes nos parecen tan familiares y, aun así, nos hipnotizan. Los juegos del hambre, como otras buenas películas de ciencia ficción, no es un trabajo sobre la posibilidad de un futuro, sino un espejo frente al presente. El teatro nos enseña que la presencia de un doble en el que no nos reconocemos de inmediato ayuda a conocer recovecos de nosotros mismos. Sin embargo, la fotografía de Tom Stern vuelve este ejercicio de proyección bastante incómodo: el agitamiento de la cámara, los constantes pasos de foco a fuera de foco, los cortes abruptos de una toma a otra, nada es accidental: cada detalle apunta a que algo en esta realidad que se nos ofrece, perturba. Varios elementos de la película nos invitan a mantener cierta distancia respecto a lo que vemos, y aun así sucumbimos ante la seducción del espectáculo.
Katniss Everdeen, que en otro planteamiento podría ser ordinaria o idealista, es el único elemento capaz de devolvernos la capacidad crítica ante el juego del que nos hemos vuelto parte. Cuando aprende a jugar –y con ello no me refiero a la lucha–, cuando aprende a leer las instrucciones necesarias para su supervivencia, encuentra la manera de llevar la lógica del espectáculo al límite, hasta hacerla reventar.
–“¿Qué hacemos ahora?”
–“Supongo que intentaremos olvidar”
Pero ni ellos ni nosotros podremos olvidar. Los límites de la ficción se han difuminado y salimos de la sala tan desconcertados como el personaje en pantalla, que se aleja subiendo una escalera en actitud reflexiva.
¿Qué poder de seducción tiene el espectáculo en nuestra sociedad? ¿Qué tan vulnerables somos a la construcción de personajes y la manipulación de tramas? En esta época de elecciones presidenciales, conviene evaluar el alcance de nuestro distanciamiento crítico ante campañas que se rigen por principios no muy diferentes a los que nos atrapan al interior de esta película.
17.04.12