por Xidarto P. Legribés
La cristiada ha sido una visita recurrente en la filmografía nacional. Desde el gran documental que construyó Nicolás Echevarría para Clío (La Cristiada, 2002), hasta el tratamiento de melodrama anticlerical inútil que le dio Carlos Enrique Taboada (La guerra santa, 1977), ese período histórico ha dado mucho de que ver a cineastas de todos los tiempos. Ahora llega Meyer a contar, con amargura, Āæel fin? de aquella guerra civil imposible, y así Los últimos cristeros (2011) representa una ecuación única en la historia del cine.
Realizada por el joven realizador Matías Meyer a partir del impresionante novelón de Antonio Estrada, la hermosa obra Rescoldo (1951), que narra la conclusión anárquica y suicida de aquella guerra santa que cabalmente se gestó en México de 1926 a 1936, y no a 1929, como se oficializa en los anales, toda la película es un diálogo icónico entre generaciones de dos tiempos precisos.
La primera corresponde a la creación de la novela. Estrada escribe en Rescoldo lo que cree que le pudo suceder a su padre, muerto en la que quizá haya sido la última batalla de la guerra cristera. Mientras que Meyer recrea un poco eso, sumado a las muchas enseƱanzas de su propio padre, el historiador Jean Meyer, quien lo llevaba consigo a los varios pueblos que fueron zonas cristeras en busca de documentos que lo llevaron a construir la gran investigación que sigue siendo La Cristiada (varias ediciones, Siglo XXI editores) en los aƱos 70. Es decir, fácilmente podríamos aceptar sin exagerar un poco que Los últimos cristeros es una película summa del mejor entendimiento que se puede desprender de ese capítulo histórico mexicano.
Habrá quien se atreva a ponerlo en duda y vaya al cine buscando justificaciones audaces, espectaculares e insulsas, tipo Cristiada (Wright, 2012), y habrá quién busque endebles posturas izquerdescas contra el panismo imbécil. Ambos personajes, así como el traga palomitas, se darán un buen golpe frente a la obra de Matías que se muestra serena, inerme, decúbita, sofisticada y desolada.
Además de la alta calidad fotográfica, artística, su obsesiva búsqueda del retrato de época más fidedigno, la realidad fingida en su máximo esplendor, el tratamiento de los movimientos de cámara es sorpresivo: toda la película está diseƱada para que a cuadro se represente una épica sensacionalista y oligofrénica, de lo que sólo vemos los restos, pues dentro de esos grandes movimientos de cámara, sólo vemos espacios vacíos, silencios, y abandono, como una especie de dialéctica entre el todo y la nada, donde al final lo que importa es lo que está en medio de lo que se resalta que no está. Lo que importa, a lado de los cinco combatientes cristeros, es el vacío que está a su lado; ellos son las sobras de las batallas, la sombra de la fe épica.
Y ya en terrenos contextualizadores totales, se redondea el asunto de la summa socio-cinematográfica cuando nos enteramos, con alegría, que la gran parte de las personas en escena son hijos y nietos de aquellos cristeros que dieron su vida por su rebelión. Por si fuera poco el que la conjunción Estrada-Meyer fuera suficiente para considerar esta obra extradiegéticamente extraordinaria, saber que, además de todo el peso de las generaciones creativas detrás de la película, los intérpretes también cumplen una función de desfogue para con sus ancestros-cristos-rey, debe ser casi una hazaƱa sin parangón y una invitación abierta a que los espectadores le entren con gusto a esto que Rafael AviƱa ha dicho que es un western espiritual, hermanado con Desierto adentro (del gran fabulador Plá, 2007) y El topo (Jodorowsky, 1969). Déjese sostener en vilo con el trabajo del productor Julio Bárcenas que va dejando huella.
22.09.12