por Praxedis Razo
Ray, un hombre de buen apellido: industrioso en potencia, pues. Ramona, líder de una banda cachonda de rockypunky deconstructor: toda la farmacia en casa a la moda irrupta. Ambos comprometidos con cualquier causa “radicalâ€, planean acabar con el mundo autodestruyéndose en uno de los iconos patrios mexicanos, pero al final...
Una película rugosa se estrena, y va acompañado de grandes hazañas por parte del realizador del filme, incluso grandes de verdad. Así se las gasta El lenguaje de los machetes (Terrazas, 2011), que proviene de la veta trazada por el recién fallecido Alfredo Joskowicz en aquella legendaria El cambio (1971), a la que muy pocos y cada vez menos continúan explorando, y da gusto que de ahí parta, para convertirse en una parodia de aquella y de sí misma.
Atrapados en un máximum close up angustiante, como si de un mundo estrecho se estuviese hablando, Ramona (la Bulbo encantadoramente gruexa) y Ray (Almeida atormentadísimo) viven un idilio de amor que se tambalea entre ser padres de un monstruo que lo queme todo —ese es su deseo— y seguir la fiestototota de connotaciones políticas siempre, que se cargan desde tiempos inmemoriales —se da a entender en los extremos acercamientos a los cuerpos realmente afectados—.
Más o menos así, esta obra expresa el sentir de toda una generación mexicana que quedará huérfana de vástagos, sino es que ya los tuvo y los ha abandonado. Esta película de amor-horror es una muy probable consigna en la manifestación de las viditas de excesos que se encaminan a la medio reflexión hasta que llegan las últimas secuencias. Es pura expresión.
Hacia el final, y sin revelar nada (tanto yo, esta crítica, como el autor del título que se aborda), todos se quitan el velo. Se trata de una farsa a todo dar, que se hace pasar por una dolorosa desventura, pero en realidad es un coitus interruptus que, para variar, deja que desear a la linda dama del filme, pero hasta llegar a esa tristísima moraleja se trataba de una de las parodias más enmendadoras de lo sucedido en el cine mexicano durante la década del 70, nada mal, nada poco recomendable, pero sí un tanto inconclusa ópera prima.
Escenas valerosas sí las hay: el ritual principal quemando las naves y a la chingada todo lo demás, el caminito hacia la Villa entrañable del verdadero guadalupanismo amorfo y no lo HECHO EN MÉXICO (Bridgeman, 2012), entre varias otras que usted mismo puede ir descubriendo, siempre y cuando vaya con la dinamita inservible en la mano, la baba de perico a flor de piel, la llamarada de petate en la mirada y nada más que pasar un rato incomodón si es de los orgullosos #yofui132, además de disfrutar del gran trabajo del buen Christian Rivera en la cámara al hombro.
29.09.12