En el futuro el mundo será una total mierda, un lugar donde la violencia social se ha exacerbado a niveles de distorsionado aquelarre, más o menos como en el México actual. Mega City es la nueva Sodoma, y dentro de ella los sueños de la mente comienzan a aflorar, como en algún filme lyncheano, para apoderarse de los ciudadanos, debido a la aparición de una nueva droga llamada Slo-Mo. Un narcótico altamente adictivo que hace creer al cerebro que la realidad corre al 1% de su velocidad real. Será el deber del gran fascista Dredd detener esta pesadilla onírica.
Los sueños de los criminales siempre serán los más deliciosos, porque son los sueños de eso salvaje primigenio que todos llevamos dentro. El delirio de control, por otro lado, se revela como la pulsión naturalmente opuesta, la del superyó enardecido. Un eterno duelo a muerte, eterno redoble de campanas y de tambores que se gesta desde el interior de cada humano y, a su vez, en las balaceras de este prodigioso filme.
Regresa a la pantalla el Juez Dredd, ese personaje del cómic formidable de ciencia ficción creado por el escritor John Wagner y el dibujante Carlos Ezquerra, que nos narra la ferviente lucha de un agente de la justicia incorruptible en su violenta cruzada por limpiar a un mundo completamente corrupto. El distópico universo de Dredd es la pesadilla del post-capitalismo, ese mundo totalmente corrompido en el que un tipo de ley más arbitraria emerge para, supuestamente, restaurar el orden. Los representantes de esa Ley son los Jueces. Una suerte de policías que condensan dentro de sí las facultades legales del agente callejero, el juez, jurado y, por supuesto, del verdugo. “Sentence is Deadâ€, será la frase emblemática de Dredd a lo largo del cómic. Frase que pasó al cine por primera vez en 1995 con la fallida película Judge Dredd de Danny Cannon. Donde un Sylvester Stallone lleno de botox interpreta a un Dredd que no cesa de quitarse el casco, rompiendo con ello el encanto y la esencia del héroe original, porque este personaje representa la ambigüedad del fascismo con forma de casco blindado e impenetrable, o de áspera bota marcial.
Pues bien, este año nos reencontramos con el buen Dredd (prodigiosamente interpretado por Karl Urban) en la pantalla grande. Esta nueva aventura, que afortunadamente nada tiene que ver con la versión de Stallone, se centra en la aparición de la droga que ha llegado a las calles de Megacity. La mente maestra que está detrás de todo esto, es una criminal llamada Ma-Ma (Lena Headey), una prostituta frenética que se ha erigido como la nueva reina del narcotráfico local. Al mismo tiempo, Dredd es nombrado entrenador de una joven cadete, de nombre Anderson (Olivia Thirlby), peculiar e indefensa chica que resultará portadora de un poderoso don.
A pesar de la aparición de la joven Anderson en la trama, este reboot de Dredd no le quita importancia al protagonista, pero sí le da poca, y casi nula, presencia a los mutantes en la historia. Incluso en la de 1995 aparecen más los afamados mutantes del cómic, pero en esta versión de Pete Travis pasan a ser una mera referencia decorativa, ya que se concentra más en el tráfico de la droga y en el elemento explosivo. Lo que sí es de agradecerse es que Dredd no se ande quitando y poniendo el caso para mostrarnos lo guapo o feo que es, será siempre esa impersonal representación de un estado fallido y fascista, como debe de ser.
Dredd es la Ley en su sentido represor más puro, autoritario y demás. Él sólo porta su casco por seguridad, no para guardar apariencias. Pero ese casco se torna la cristalización de interesantes simbolismos. Además de que, a diferencia de Batman u otros héroes, Dredd sí ejecuta a los criminales en el acto, viola el tabú esencial del súper héroe y al mismo tiempo mantiene una obsesiva idea de la justicia y el orden que irónicamente puede rayar en lo altruista. Rasgo que, de forma desviada aunque no menos válida, lo regresa a la esfera de valores heroicos, aunque al final Dredd también se torna en un esclavo más de esa justicia enloquecida.
La cinta contrasta entre el realismo, al momento de representar el universo en el que se mueven los jueces, y un lirismo visual bastante bien logrado. Para la parte del realismo y la construcción del mundo de Dredd incluso se filmaron locaciones en Sudáfrica para lograr darle más veracidad a ese universo extraído del cómic donde las últimas ciudades del mundo se encuentran separadas por grandes extensiones de desierto. Todo esto choca con los efectos especiales usados para recrear las visiones a las que son arrojados los consumidores de Slo-Mo, que es la dosis lírica del filme.
Pinceladas llenas de poesía fueron puestas sobre la pantalla con tal de plasmar ese tiempo de la mente al que algunos personajes accederán; una belleza plástica, quizás de lo más asombroso del filme, sobre todo al ser puesto en 3D, serán estos juegos en cámara lenta de la imagen. El Slo-Mo, esa droga que da vida a esta aventura, junto con los poderes psíquicos de uno de los héroes, nos abrirán las puertas de lo onírico, en medio de un thriller futurista que funciona más como espejo de la realidad actual. Esto generará una oposición bellísima entre el caos de un mundo realista y la poesía del mundo interior, de las imágenes del cerebro puestas en ralentí. Algo que ya habíamos visto en algunos otros filmes de acción como los Sherlock Holmes de Guy Ritchie pero acá estará justificado dentro de la trama.
Por otro lado, el soundtrack, compuesto por Paul Leonard-Morgan, es un delicioso paseo por el electro-industrial que convierte ciertos momentos de la película en una sinfonía de la destrucción: sonido perfecto para las secuencias de acción y explosiones, en las que, incluso, las frases de Dredd parecerán un elemento más del sample musical. Piezas bastante ruidosas, llenas de glich y bajos, como “She’s a Pass†o “Mini-gunsâ€, te reventarán un poco los oídos mientras contemplas una balacera de alto calibre. Y, quizás, a algunos les evocarán los buenos momentos de bandas como NIN, Atari Teenage Riot, The Prodigy o Covenant.
Dredd (2012) es, por un lado, la espectacularización de la destrucción, como la que vemos en los noticieros televisivos, pero sin esa doble moral. Es, también, el cine de la industria adaptando otra historia vendible pero (inevitablemente) con reflexión de promedio. Una meditación en torno al caos, la destrucción y el fascismo, temas ya inevitables en mucho del cine actual. Dredd es cine de acción con interesantes y destacables componentes estéticos, con buena música, chingo de balas, con happy ending, etc.… pero, al mismo tiempo, es un relato que a través de un par de cuestiones ambiguas (¿elementos subversivos latentes?) pareciera dar pie a otras lecturas ocultas. Aspecto que no pasará desapercibido para algunas cinéfilas mentes laboriosas.