De la sección Ahora México en la tercer edición del FICUNAM
por Miriam MatusEs de mañana en el lago de Xochimilco, la neblina apenas deja caer los rayos de sol en el paisaje, y su densa tristeza se derrama en el agua, en la luz y en los ojos de Chayo, quien regresa a un destino al que ya había renunciado. Vuelve a ser madre, a ser esposa y a velar los últimos días de la mujer que le dio la vida. Mai Morire es la historia de ese viaje de vuelta a los supuestos inalienables roles asignados a la mujer mexicana, y si bien su premisa es prometedora, la mirada que la construye es tan trillada que todo resulta en una estereotipada cinta sobre el tercer mundo: clase baja/ pobreza/ pensamiento mágico/ tradiciones / folclor, folclor y más folclor. Pareciera que el subalterno ha sido –por mucho tiempo– el recurso inmediato para seducir a los jurados en festivales europeos, que se embelesan con imaginarios romanticistas latinoamericanos; una dinámica que se la ha puesto fácil a un montón de directores nacionales, quienes siguen retratando un cuadro regional artísticamente capitalizable, falso, visto desde una perspectiva externa y todavía colonizadora, tanto así que hoy en día son contados los que se bajan de las carabelas (ideológicamente hablando), y, sin abandonar la subjetividad de la mirada, se aventuran a palpar la realidad con sus propias manos, se articulan con ella y viven la aventura de hilvanar una perspectiva distinta.
Lamentablemente este no es el caso: en Mai moriré (que en italiano significa “nunca morir”), Enrique Rivero reconstruye –nuevamente– al mexicano taimado, inexpresivo, poco emotivo, de palabras estoicas y emociones impalpables. Ese mexicano esquematizado por Octavio Paz, que en su Laberinto... nos mancha con un estigma del que –malditos– no podemos liberarnos; el mismo mexicano que se ha dibujado una y otra vez con trazos equívocos, principalmente porque el acercamiento con él ha sido superficial: se trata de “un dibujo” realizado por un “pintor” que incómoda, un efecto que se da al momento en el que alguien extraño entra en la intimidad de algún recinto familiar local: impone, y su presencia provoca un actuar introvertido, nada relajado, y con poca naturalidad. Así, vemos una película en donde se proyecta el endeble vínculo que ha logrado Rivero con la clase baja, su intromisión como “pintor” –siempre inconveniente– se siente en cada escena, y fracasa porque parece que nunca logró articular una cercanía significativa con el Otro, y es a partir de esta relación lejana y ficticia con la que construye a sus personajes. ¡Lástima! son tantos los huecos que no tiene de otra más que llenarlos con el yugo de los estereotipos. La lejanía se siente aún más cuando intentamos escuchar a los personajes, a quienes se les priva de cualquier inflexión de voz; somos entonces, testigos de pardas lecturas de guión, de sujetos profundamente grises, sin presencia, de voces ausentes que protagonizan este relato casi de manera involuntaria, con diálogos tan acartonados que uno sospecharía del apuntador o del Teleprompter.
En fin. No toda esta crítica pretende desechar por completo la nueva pieza cinematográfica de Enrique Rivero, que –además de gozar de una excelente fotografía facturada por el ya galardonado Arnau Valls– tiene grandes aciertos cuando muestra los sinsabores del matrimonio obligado, o a la poligamia como una opción válida/honesta, y –principalmente– cuando propone a la ruptura con los roles de género como una fuente de liberación femenina (que ya es urgente en este país). Sin embargo, aunque la batalla no está perdida del todo con la cinta en cuestión, no podemos pasar por alto que el “México mágico” (imaginado por los europeos) mitad maldito, mitad místico/romántico/folclórico, ya está agotado (al menos, desde esa mirada). Que es importante seguir contando las historias que suceden aquí a una distancia cada vez más corta, porque así hay más revolución que en un arma de fuego, y si bien el cine siempre es político (voluntaria e involuntariamente), conspiremos entonces con imágenes que nos lleven por un recorrido que nos desmitifique, que se aventure a resignificar lo que se ha dicho sobre nosotros, en un viaje cinematográfico que se emancipe con su propia voz.