por Josefina Gámez Rodríguez
Luego de varios premios y grandes expectativas, llega a la cartelera una comedia enredosa para necrofílicos que vuelve al drama de la muerte mexicana, en el que los no vivos están más presentes y pesan más que los moradores de las ciudades. Fecha de caducidad es un cántico pop al amor por lo ido.
De pronto, a finales de los 90, poco antes de que todo mundo comenzara a maravillarse por lo que otros mellizos de cine (los Wachowsky) consiguieron, los hermanos Coen alcanzaron a entregarnos un divertidísimo film noir en donde el Sam Spade lo era muy a su pesar y siempre mariguano, en donde la anodina víctima nunca se enteraba de que lo era, donde a la perversa mente macabra detrás de un idiota móvil ingenieril le salía todo mal; había una mujer fatal y por supuesto colaboradores del detective que todo lo empañan queriendo entender ayudar. El género se diluía para bien en el mundo: El gran Lebowsky (1998).
En México se traslaparía con la tradición narco del videohome y el noir comenzaría a transformar a la violencia folclórica en algo mucho más shakespeareano (Miss Bala, Naranjo, 2011), por un lado. Por otro, la vena humorística daba de sí y mostraría sus dientes parcos con Ripstein (La perdición de los hombres, 2000), hasta que, de pronto, dicho imaginario llega con una faz más francota y mucho más y mejor destilación: Fecha de caducidad (2013), el último grado de la escalada genérica y el reverso de algo como Heli (Escalante, 2013).
Este film es nuestro Lebowsky donde el detective es Ramona (Ana Ofelia Murguía en plano perversón), una madre-Sarita-García que accidentalmente va resolviendo el falaz caso de la cabeza perdida de su hijo toda vez que va creciendo su locura, donde el único "culpable" Mariana (Marisol Centeno siempre en alerta) queda impune y el Gran inocente, Genaro (Damián Alcazar en deconstrucción de papelazo en La ley de Herodes), quasi Cándido ilustre, paga todos los pecados que se van sumando en la película. Todo por una obsesión por los muertos y una rara idea de justicia inmersa en la maquinaria de una ácida comedia de enredos.
Ciertamente, no va a usted a soltar la carcajada destornillante, pues se está frente a un retrato cruel de esta situación nacional en la que nadie se entera para quién trabaja. Ni la gran madre abnegada sabrá realmente en qué andaba (si es que andaba) su hijito al que sólo vemos en un prólogo con cámara que se mece (representación entre cariñito de arrullo y frío cálculo preciso de los putrefactos roles familiares preestablecidos) escandalizarse por un error técnico de su devota progenitora; ni la gran asesina sabrá realmente quién la persigue o qué es lo que quieren de ella quienes la rodean, o siquiera lo que quiere ella misma; ni intuirá lo que sospechan de él el otro idiota que abandono sus estudios de medicina porque en los exámenes le sudan las manos.
Nadie sabrá nunca, acaso el espectador girito, lo que realmente pasó para que se desencadenaran los hechos que se impone filmar Kenya Márquez (otrora cabeza del Festival de Guadalajara, hoy debutante en la realización cinematográfica), dividiendo en tres flancos el mismo punto de vista de la unívoca cámara, omnipresente testigo de dicho hilvane laberíntico que parece homenajear la obra maestra de Daniel Sada -y si me permiten opinar, quizá una de las cumbres de finales de siglo XX literario en México-, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (Tusquets, 1999), con sus kilos y kilos de suposiciones que llevan a construir mediante su destrucción castillos de naipes que se caen o sobreviven, dependiendo lo que el personaje en turno piense o diga a otro sin comprender nada.
Pareciera que la mejor manera de resolver este entuerto lebowskyano sería la fragmentación y no el continuum, sin embargo el recurso guionístico, es decir literario-capitular, que llevó al estruendoso e insulso estrellato a Iñárritu en su trilogía arriaguesca y a las alturas de la magna creación fílmica a Mariano Llinás (Historias fantásticas, 2008) , acá sólo dilata más la interacción del espectador con las escenas, se convierte en una operación didáctica, en una casi reiterativa invitación a decidir qué quiere el de la butaca que pase con los cruces de tramas que tentativamente quieren jugar con ciertos códigos cromáticos (como el rojo Campbell's), pero no se eleva despreocupadamente a ninguna definición en torno a esto.
No obstante, la nerviosa posición cenital recurrente nos puede llegar a recordar que el eje de todas nuestras posibilidades como simples comealomitas siempre será la de testigos privilegiados de los fragmentos de vida de estos insectos de humano que se alimentan, de una u otra manera, de carroña lúcida, si se me permite citar en abstracto y en resumen fatal el ensayo de Sergio González Rodríguez, con el que pueden coronar su experiencia de esta película, El hombre sin cabeza (Anagrama, 2009).
01.09.13