por Praxedis Razo
El cine de horror en nuestro país arrastra una humilde aunque larga historia a lado de nuestro vecino al norte que, pareciera, siempre ha padecido del género para expresar sus más íntimos sentimientos: toda la lista de monstruos de los años 30 que representan las excrecencias interiores del aletargado periodo entreguerras, el deseo (Cat people, Torneaur, 1943), la concepción (El bebé de Rosemary, Polanski, 1968), la niñez de un padre ausente (El resplandor, Kubrick, 1980), la mujer misma (Especies, Donaldson, 1995), y así cada tema de la vida cotidiana que se nos ocurriera encontraría mínimo de tres a cinco referentes que irían de muy presentables a verdaderas joyas.
No obstante ser sede de la catrina y todos los demás espectros posadeanos, y de tradiciones mortuorias que tienen como referente el mestizaje y el criollismo, o, incluso, anteriores, en México carecemos de un cine de terror que vaya tan a la par de nuestro desarrollo cultural como espectadores. De Dos monjes (Bustillo Oro, 1934) a Somos lo que hay (Grau, 2010) hay no más de 15 títulos de calidad para explicar cómo en México se ha conformado el horror en nuestra cinematografía.
Juego de niños [de un misterioso Makinov ¿making off? con manifiesto (“Yo creo en mi máscara”, vide infra) y toda la cosa mediática sobre su falta de rostro, que además edita, fotografía y sonidea por el mismo precio] se suma y ejemplifica a dicha tradición si bien desde la mirada del remake que casi no mueve ningún emplazamiento del film original, la politizada tendenciosamente película del tvdirector Ibáñez Serrador de 1976 (¿Quién puede matar a un niño?) basada a su vez en una novela de ese mismo año (homónima de la producción mexicana) del catalán Juan José Plans; si bien a pesar de esto, digo, se mueve dignamente en los lodazales de nuestra narca actualidad.
Antes de que pase por nuestros ojos toda la posible gama del rojo, todo el sol rebota sobre el azul Caribe que atraviesan a todo motor Francis (Ebon Moss-Bachrach jugando a actor de serie B) y Beth con 7 meses de embarazo (Vanessa Shaw también en el mismo tono) que van huyendo del carnaval portuorio para refugiarse en Holbox (hoyo oscuro, en maya), una isla que parece darle nostalgia al hombre de familia, y a la que le apuestan su paradisíaca paz antes del parto.
Con la cámara moviéndose todo el tiempo con ellos, muy de cerca, desde el principio llaman la atención los espacios vacíos en los que, pertinaz, se queda atenta la lente, como buscando infundir el miedo fácil de que algo o alguien entre a cuadro. Nunca sucede. Pero tampoco queda claro si el recurso es usado para burlarse de él. Y parece que esa es la única constante novedosa de este film frente a su modelito gachupín: la comicidad irónica que puede traer consigo lo terrorífico (la turista sueca atrapada en la "torre de control" es más que elocuente para ejemplificar ello; la susodicha no deja de mandar señales de vida pidiendo auxilio, debemos suponer que por toda la orbe... en su idioma natal que debe ser un franco enigma más o menos para la friolera de 97% de la humanidad).
En la ironía nada es lo que parece ser. El verdadero significado de las cosas es exactamente lo que no representan. Se trata de una de las figuras retóricas más usuales en la tradición occidental y quizá sea por eso que se ha devaluado. Pues esta película se sustenta en esa figura y sólo se distiende, por medio del suspenso y el gore neonarco más recalcitrante (cfr. secuencia de remanso con conteo de elefantes que se columpiaban sobre la tela de una araña en coro de tiernas voces), hacia la tragedia melodramática, con demencial y operística secuencia de asesinato en off de un nonato a su madre.
Es irónico que un grupo de niños quiera masacrarte. Es irónico que Holbox se muestre pacífico y quieto. Es irónico que el matrimonio haya decidido carnavalear lejos de su zona de confort (cualquier ciudad gringa) a los 7 meses de embarazo. Es irónico que el "padecimiento" de los niños terribles pueda contagiarse al tacto. Es irónico que el único lugar donde la pareja puede estar a salvo sea la cárcel. Y, por supuesto, es irónico pensar que al final alguien se va a salvar de un juicio justo.
Un puñado de referencias vienen a cuento para poder avanzar sobre la trama con despecho y claridad. Desde Peter Pan (Barrie, 1904) y sus abestiados niños perdidos, hasta El señor de las moscas (Golding, 1954) y su eterno debate entre civilización y barbarie; desde Pinocho (Collodi, 1833) y su ganado de niños malcriados en la isla de los juguetes, hasta Los olvidados (Buñuel, 1950) y su infancia borrosa y borrada, habrá que quedarse con dos alegorías sobre el ciclo de la vida (tema central) antes de partir de esta isla:
a) Una niña apaleando a un viejo indefenso con su propio bastón. ¿Qué duda cabe que se trata de la bonita relación intergeneracional entre abuelo y nieta llevada al extremo de la desnudez? Todos apaleamos, de una u otra forma, a nuestros mayores. Si no los aporreásemos, no habría manera de seguir viviendo libres y espacial y vitalmente resueltos. Nadie en el mundo se atrevería a estrellarle el cráneo a ninguno de sus abuelitos, sin embargo quererlos a su pesar, curarles sus pesares, es irlos matando de a poco.
b) El asesino nonato. ¿Qué duda cabe que nacer es darle una prueba dolorosa a nuestra madre sobre lo que también es el amor? Emerger, venirse, destruir, despertar, levantarse y andar. El drama de la creatura que surge de las entrañas de su semejante lo es por partida doble: el que nace se prueba, y de la que nace es puesta a prueba. En ambos casos el final es evidente. ¿Cuántos habremos amado a nuestra madre siempre? Al nacer se nos da la gracia de la insaciabilidad. Nuestros padres acarrean con eso toda la vida.
21.09.13