por Jesús Hernández Olivas
Los romanos se lo tomaron muy en serio. Construyeron una ciudad concéntrica alrededor de un coliseo, como si el ritual de edificar fortalezas tuviera una íntima relación sanguínea con la batalla. Así convivieron arte y pelea durante los siglos primigenios de nuestra cultura, la occidental; albergaron también la religión, para bendecirse a sí mismos en esa empresa que les tomó centurias.
El fuego de la guerra fue apagándose al avanzar la modernidad y finalmente se consumió al coronarse el imperio del dinero. Ante sus rostros perfectamente esculpidos y su carne perpetuamente firme y bronceada por el sol mediterráneo, los romanos gozaron del esplendor, olvidándose de las armas; pero el instinto de muerte comenzó a padecer sed y hambre. Inconscientemente se abandonaron a una autodestrucción necesaria para mantener el equilibrio. El hedonismo fue su nueva arma de guerra; la belleza, el campo de batalla.
En pleno siglo XXI el realizador Paolo Sorrentino toma una esteticista labor de cronista; con La Grande Bellezza (2013) retoma el motivo original de La Dolce Vita (Fellini, 1960) para realizar un palimpsesto cinematográfico con la doble intención de homenaje y revisión general de la historia reciente de Roma.
Roma es un motivo estético infalible para cualquier artista. Federido Fellini ya documentaba esa belleza a inicios de los años 60, al mismo tiempo que nos mostraba su contraste: la superficialidad a la que se arrojó el romano burgués, como en un salto al vacío, pero siempre con las gafas oscuras muy bien puestas para no ser reconocido al caer.
En La Dolce Vita conocimos la vida nocturna de Roma a partir de ese cronista elegante que era Marcello y su afán por conquistar el símbolo de belleza universal representado por Sylvia (Anita Ekberg). Se trataba de un personaje vacío, que necesitaba realizar una travesía —acaso al fondo de la noche— para darse cuenta de la fragilidad con la que estaba construido ese entramado social romano en el que se desenvolvía rutinariamente.
Con humildad, Sorrentino se emparenta con la obra de Fellini, pero no con poco talento y grandilocuencia. En lugar de Marcello plantea otro cronista, Jep Gambardella, mucho mayor que el primero, lo suficiente como para sentir hastío por la rutina hedonista de Roma. Al igual que el personaje de Fellini, en primera instancia no logra salir de ese círculo: “Los trenecitos de nuestras fiestas son los más bonitos de Roma porque no van a ningún lado”, dice Jep, vestido impecablemente a sus 65 años, tras recordar el inicio de Nadja de André Bretón —“¿Quién soy yo?”, se preguntaba el surrealista—, con un whisky en la mano y presintiendo el agujero negro de la socialité romana.
La sensibilidad innata y poética de Jep ha sido enterrada por la rutina de la fiesta, la banalidad y las falsas amistades que sólo van a sus fiestas en busca de cocaína, alcohol y una oportunidad de conectarse con las altas esferas culturales de Roma. Perfilándose hacia el vacío colectivo, el protagonista recurre a los recuerdos —como en Amarcord o en Otto e Mezzo— para lograr quitarse las gafas oscuras que le impiden ver el brillo del sol reflejado en el pasto en una mañana cualquiera.
En esta Roma de Sorrentino, los personajes, aunque conservan su arrogancia, ya no son jóvenes como en La Dolce Vita, sino que están en franca decadencia, pero ninguno habla de ello con sinceridad, excepto Jep, que se sabe un fracaso en cuanto a amar y ser amado se refiere —como el mismo Guido de Fellini—; sólo él busca un camino espiritual que lo reubique en una latitud diferente a la de los demás.
Tras revelar a una ciudad en ruinas, surgen dos preguntas, tanto para el espectador como para el protagonista: ¿dónde reside, pues, la belleza? ¿Dónde está ese esplendor forjado durante siglos? Jep no lo sabe con certeza, pero de lo que sí está seguro es que la belleza no está en el botox desbordante de los rostros de las modelos, funcionarios, empresarios, aristócratas y hasta clérigos —a quienes se acerca en busca de una ayuda espiritual, sin obtenerla, justo como Guido Anselmi—; la belleza tampoco está en los artistas huecos del nuevo performance o en los escritores de novelas panfletarias subsidiados por partidos políticos. Los alcances de Sorrentino en este sentido son cáusticos y derriten el plástico facial del arte contemporáneo.
Han pasado más de cincuenta años desde la Roma que Fellini conoció y nos compartió en su filmografía. La sociedad romana ha enfrentado, en últimos años, la decadencia económica europea, amén de los escándalos de Berlusconi que han deshecho la elegante fama que gozaba Italia ante el mundo. Sin embargo, a pesar de todo, la belleza de la ciudad continúa incólume.
La Grande Bellezza es un regalo envuelto por manos de artesano, que contiene un cariño profundo y sincero hacia el arte cinematográfico y a la Ciudad Eterna; nos invita buscar un camino para nuestro espíritu más allá de las máscaras y la imagen falseada de un espejo, para darnos cuenta que la más grande bellezza habita en una región tibia y fértil de nuestro pecho que sólo lograremos encontrar con la brújula de la memoria. Mastroiani y Federico sonríen complacidos.
13.12.13