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Elevador


por Samuel Cortés Hamdan

 

Tras abrir con un breve fragmento de película de la década de 1950 que desglosa, en tono oficialista y propagandístico (como es debido), los beneficios, atributos y promesas modernizantes del Conjuto Urbano Presidente Alemán (CUPA), a la vista demoledor —una micro región urbana que aspira a la autosuficiencia de coordinación civil, con centros deportivos, escolares, comerciales y recreativos al interior—, la película da paso a la deslavada actualización de datos, a las transformaciones que se han suscitado en el presente, un siglo XXI sin patines voladores, como imaginábamos los niños de los 80.

Elevador (2013) es un documental dirigido por Adrián Ortiz Maciel, que dedica su metraje a entrevistar a los elevadoristas hoy operantes en el signado condominio ubicado en la Colonia del Valle de la Ciudad de México, “monumento” al que se le cuela el aire de la modernidad por todos los sobacos, multiplicados como canaletes de aluminio y ensoñaciones satelitales.

Pese a su grandilocuencia y aspecto de armatoste conmovedor, a su arranque original de aspiraciones futuristas, como todo lo que se paga para engrosar cuello en el gobierno, ¡oh, simulación!, el también conocido como multifamiliar Miguel Alemán es hoy una región más del desproporcionado crecimiento urbano sin orillas, además de un testimonio del quiebre de cada uno de sus propósitos altruistas; abandonado a la desorganización, el distanciamiento rumiante y la subsistencia llevadera. La maquinita ha dejado de chiflar y rebosarse en su canto, ya nada más pasta y dormita, respirando sin morirse. Con una sutil afabilidad popular sin demanda de inmensidad. Que es la garganta del filme.

En aquel submundo sin elevaciones ni urgidas demandas de apariencia, surge la imagen de los disminuidos, de los ignorados en su simpleza, de los mal pagados aun en tiempo completo, de los obligados a una rutina que es casi la representación efectiva del ahogo, completa y cínicamente libre de las explosiones hollywoodenses que el programa de maduración mecanicista reserva —¿no?— a cada conato de héroe volador, básicamente fiel. En Batman te veas.

¿Qué hacer con esta vida de obligada paz? Del escombro, ¿dónde se halla la ventilación, señora, dónde instalamos este complejo aparato imaginario para hacer palomitas? Y, más aún, ¿qué buscar como cineasta en un páramo tan aparentemente reducido, en una (casi) visible condena a la obviedad?

El trazo del filme no requiere filigrana: lo componen sutiles encuadres a los pies de los viajeros de elevador, de donde se completa toda una ambientación social. Anonimato a ultranza. Un asomo indiscreto a la dulce conversación sin disquisiciones enrolladas. Mosaico de la emotividad incubada en el encierro cúbico. Apreciación por el detalle barrial, por el cartelito escrito con plumón que aspira a recuperar un dinero robado, y la sabiduría social que desmiente, automática, el encanto —ya de por sí abandonado. Retrato de la venta de mazapanes (desde la “oficina”) que quiere equilibrar la quincena. Chistosos subtítulos en inglés[1] que dan cuenta de una verbigracia popular cuyos usos poéticos —asimilación plástica de la realidad— pasan desapercibidos por frecuentes, pero resuenan en su creatividad al verlos achatados en una lengua extranjera. Paulatina adecuación de un tono que promueve los relatos de la memoria y la renuncia. Pequeñísimo buen humor que se desprende de la conversación obligadamente casual y desinteresada.

La minúscula fascinación flotante. La sencillez sensible no necesariamente observadora, quizás ensimismada, pero con un apetito de querencia insoslayable. La amable comprensión de la otredad como símbolo humano. La derrochada disposición al asombro, presta a celebrar los crujidos armónicos de lo cotidiano (el embarazo ajeno, la revoltura emocional ante la defunción cercana, la familia con su amor y desamor, las promesas de un enamoramiento prolongado cuya ceremonia y símbolos se celebran y desnudan colectivamente, el buscado placer simple, la excitación desde un cuaderno rayado de completo silencio). La adquisición de una identidad elaborada desde la periferia del mundo; resultado de una inteligencia del entorno que reacciona con selecciones de sensibilidad, con abandonos voluntarios a la promesa del éxito emperifollado, cuya vena está enajenada o es ilocalizable. La elaboración de una lenta empatía sin alcances prominentes, resignada, pero que se complace en su mutismo de canales abiertos.

¿Qué hacemos con el tiempo libre de esta broma caducada con inmensos pies de elefante de concreto? Sentir. Elevador es una cifra de lo minúsculo olvidado por la parafernalia del programa urbanizador, hoy ido a otras lindes y en una nueva operatividad más o menos distinta, que renueva su aparatosidad como simiente del fracaso institucional del futuro, el cual será fingido, a su vez, por nuevas propagandas y luces nada más ajustadas en los relieves y en la fecha de formato digital. Mientras la queja no se vuelva global, no abrume, el ejercicio de la apariencia mantendrá vigente su función adormecedora.

De lado, quedan las expresiones de lo humano, cálido en su resignación. Siempre en tono de conmoción, la película decide cerrar con un operador practicando de noche sus pasos de tango. La acompañante es, otra vez, imaginaria.

 

[1] Como pudo verse en el FICG y en el Festival Internacional de Cine de Morelia.

 

22.12.13

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