por Praxedis Razo
El gran místico de la novelística mexicana, el prolífico y ya casi extinto ¿y qué escritor no lo es ahora? José Revueltas, se dio tiempo para armar algunos apuntes sobre escritores mexicanos que leería en la Universidad Carolingia de Praga durante su residencia de 1968 en su lujosa habitación presidencial de Lecumberri.
Esbozó trazos sobre la generación que le pisaba los talones, en la que se encontraba atrapado Carlos Fuentes, de quien, seguramente levantando una ceja, escribió una definición concisa, chocante y genial: “La lucha o actitud antiprovinciana, pero que no logra liberarse, sino que traslada a otros países y paisajes las propias limitaciones que quería superar. Dentro de valores formales bien obtenidos y páginas a veces bellamente bien logradas” (Las evocaciones requeridas. II).
Esas líneas parecen aclarar más sobre la obra del hoy finado escritor que toda la tinta desparramada en los periódicos, sencillamente acotando lo que Zabludowsky fue capaz de contar en vivo para los escuchas de su noticiero el 15 de mayo durante casi dos horas continuas en que suspendió toda novedad en nombre del suceso Fuentes.
Aquella idea de Revueltas, suelta en prisión, rige por su vigencia sin hipocresías: Carlos Fuentes fue siempre un turista que quería pasar por no serlo en el gran mundo, y fue algo que le pesaba, y aquí trataré sólo de evidenciar su numerito cinematográfico, del que se consideraba por demás protagonista, siempre tan cerca de Luis Buñuel, fetichescamente casado con la mediana actriz Rita Macedo, confeso chaquetero de la ultraseductora efigie simple y titánica llamada Jean Seberg.
El novelista tuvo la dicha de cercarse a la escritura del cine, pero lo hizo como si le molestase, de manera soberbia y desinteresada, como otorgándole al ejercicio una calidad menor a su oficio literario luego de practicar una cinefilia rampante que llegó a los extremos de considerarse heredero del Fósforo originario (una amalgama imposible entre Luis Guzmán y Reyes), como si fuera más que la pura verdad, y de ahí su fundada mal calidad cinematográfica de su obra.
Comenzó en los noticieros Cine verdad de Barbachano Ponce hacia 1953, esa gran tradición noticiosa en la pantalla grande antes de que Televisa monopolizara la difusión de la información a través de la hegemónica caja idiota. A lado suyo, entre otras celebridades, estaba la novedosa mirada de Rubén Gámez, la intuición de Jomí García Ascot, la inteligencia probada de Juan García Ponce, Manuel Michel, Tomás Segovia y el carisma del mismísimo García Márquez.
No muy pronto (hasta 1964), Barbachano se dio cuenta del negocio millonario que reportaban las películas y así se acercó a Juan Rulfo para convencerlo de que escribiera un exitazo de taquilla. Estaba seguro de que los jovenazos que tenía a su servicio lograrían darle todo lo necesario para que su insulsa inversión se transformara en oro puro. Rulfo no tardó en entregar su único argumento para cine, El gallo de oro, al que metieron mano Fuentes y García Márquez. Desde aquí no se sabe bien a bien –pues no se tiene a la mano el guión trabajado, sólo el argumento del autor original– si el rotundo fracaso se debió a la megalomanía del productor, que se hizo de la crème de la crème de la industria cinematográfica nacional (Figueroa en la foto, Shoeman en la edición, Gavaldón dirigiendo a López Tarso y la novedad de Lucha Villa al compás del filme), o al mal llevado a cabo guión plano con aburridas pausas musicales.
Lo que es verdad es que la mancuerna Fuentes/García Márquez perduró dos años más, cuando le echaron una horrenda manita a Arturito Ripstein con su óperita prima Tiempo de morir (1966), un extrañísimo western de amor y domesticación con algunos grandes momentos, pero en general un fiasco tediosísimo; nunca más volvieron a trabajar juntos. Un año antes Fuentes solista había adaptado para el maestro José Luis Ibáñez uno de sus cuentos incluido en su libro Cantar de ciegos, "Las dos Helenas", un cortometrje perfectamente olvidable que jugaba con homenajear ni más ni menos que a Jules et Jim (Truffaut, 1962) ¿y con ello instalarse en la vanguardia?, de por sí inspiración del mismo cuento aquejado de lo mismo que le implicaba Revueltas.
La década del 60 fue pródiga para nuestro escritor, pero nunca produjo nada serio, nada perdurable, ni siquiera en su loco afán por trascender y subirse en repetidas ocasiones a los hombros de Rulfo: adaptó con Carlos Velo la horrible versión de John Gavin en su papelón de Pedro Páramo (1967), y luego en los 70 se volvió a subir al tren con No oyes ladrar los perros (1972) del documentalista nouvelle vague François Reichenbach con la misma suerte de vacío que corrió como ¡director! en una película que nadie vio en 1974, titulada Enigma compartida, que incluso obtuvo un galardón fantasma, el Premio Indio Fernández… una mala broma sin duda, que no llegó a ser lo que planeó nadie, pero que quedó como una huella más de la pretensión de Fuentes por alcanzar la gloria de los 24 cuadros por segundo.
Todo lo que Fuentes tocaba en cine se deshacía en los anales de la historia que todo lo malo olvida, pues su artificio turístico, su levedad estilística, su falsa transparencia y todas sus engañosas herramientas con las que construyó su literatura no le funcionaron tan bien, ni en su pretensión de incluir a Dalí en otro de sus cuentos adaptados, Un alma pura (Ibáñez, 1965), y que acabó en disolvencia pues el Divino pintor nomás cobraba 10 mil dolarucos por cualquier cameo que le hicieran. Y sobre su participación en otro título de Juan Ibáñez, Los caifanes (1966), sostengo que a Fuentes se le debe los peores momentos de la película: los diálogos ineptos.
Hasta su mamotreto llamado Terra nostra (1975), con el que comenzó un período insoportable pero interesante que luego perdió de vista a principios de los 90, fue querido y respetado por sus contemporáneos. Luego hasta sus seguidores más fieles lo acusarían de regular o cosas peores. De entonces data su confesión chaquetera de haber sido amante de la diosa Seberg, que nunca fue una actriz memorable por su trabajo, a decir verdad.
En su novelita-palestra Diana o la cazadora solitaria (1994) reclama Fuentes a su memoria haber sido un poderoso amante de la actriz que fugazmente se convirtió en icono de la Nouvelle vague, a la que pudorosamente ¿o por derechos reservados? le cambia el nombre a Diana Soren. En esa novelita la describe con pasión y precisión como una loca sexual que coleccionaba penes, provocadora que se desnudaba a la menor provocación y una dichosa arpía en la vida cotidiana. Cuando el autor habla de su violenta muerte nunca aclarada como un simple suicidio, recuerda que en la amarillista foto de su cuerpo hecho trizas llevaba un poncho que él mismo le había dado nueve años antes, cuando se separaron en París, luego de que ella le confesara estar enamorada de Clint Eastwood con quien se encontraba rodando La leyenda de la ciudad sin nombre (1969), ese horrible western musical de Joshua Logan.
Hay que apresurarse a escribirlo: como escritor de cine, fue uno de los peores. Ahí le falló toda su estrategia de hacer fluctuante el pensamiento complejo para pasar desapercibido en formulas calculadísimas de cero riesgo. Cinéfilo calado sí era, y de vez en vez soltaba en su columna política del periódico Reforma alguna frase encantadora a favor de películas que están echadas para caer bien.
Así siempre fue él, con todo y sus oficiosos índices doblados de tanto darle a la máquina de escribir, un encanto en todo lo que hacía (se le ha reconocido como un rockstar de la literatura, yo afirmo que es el Paul McCartney de nuestra tradición).
Así, no hay que olvidar que entre sus películas favoritas estaban Amanecer de Murnau y La gran ilusión de Renoir, pero que se atrevía a apresurar su opinión, que pensaba que era una especie de ley, acerca de un bodrio como Biutiful de Iñárritu de manera condescendiente, entre las pifias y contradicciones que querían esconder su provincialismo perpetuo y que yo recuerdo.
17.05.12