por Xidarto P. Legribés
Como si se tratara de un odioso ciclo de cine que hay que concluir a como dé lugar, o un maratón de películas del cual no se puede escapar (cfr. El ángel exterminador, Buñuel, 1961), el profundo y cerebral ensayista (poeta, filmador, cuentista...) Daniel González Dueñas (autor, entre una veintena de excepciones en la literatura mexicana, del más ambicioso estudio jamás hecho sobre Meliès: el alquimista de la luz. Notas para una teoría no evolucionista del cine, CONACULTA, 2001) parece que no va a parar hasta derrumbar el supuesto “mito†con todas las de la ley: Hollywood ha sido materia de sus cantos desde 1998 en que publicó la primera edición de su Genealogía secreta (Universidad Veracruzana), revisada y engrosada diez años después, y ahora entrega para la colección Perdiosimo cultural de CONACULTA el cúmulo de sus ostensibles obsesiones en contra de aquella empresa estadounidense bajo el rubro Mirador en una cuerda floja (Hollywood y el lado oscuro del realismo / Tradición y ruptura: el conflicto esencial).
Y bajo el signo de la posible descodificación (inclusive desde la definición de los términos) del realismo hollywoodense, el mirador/mirón/autor comienza a levantar el piso de los grandes estudios cinematográficos con frases como “[Dicho realismo] echa mano de los elementos fantásticos con el primordial propósito de demostrar que no hay nada fantástico en lo realâ€, escrita en “Revuelosâ€, el artículo en el que desacomoda el velo de pureza de E.T. El Extra-Terrestre (Spielberg, 1981); o, ya de plano frontal, en “La alternativa del pensamientoâ€, donde escribe que el fenómeno cinematográfico queda al arbitrio de fórmulas estándar para mil usos posibles, luego de que asentó que “Hollywood no considera ‘cómodo’ poner a cada uno de los espectadores en manejo consciente de sus recursos individualesâ€; hasta llegar a “el conjuro fílmico no buscará el espíritu del bisonte sino al animal mismo; aún más: sólo podrá ‘reconocer’ la efectividad del símbolo mágico si lo que aparece es cierta bestia con tales y cuales características [...]†de “Los misterios de Altamiraâ€; o “Si la estrategia hollywoodense convierte en falso a todo aquello que se le opone, habrá que dudar de las verdades que celebraâ€, puesto en “Silogismosâ€.
En medio de un despliegue de referencias cultas y banales, y a lo largo de cuatro partes bien definidas por insinuantes rótulos (“El ángel de lo espontáneoâ€, “Altamira y el unicornioâ€) que dan qué pensar, un redondeante epílogo (que en realidad es toda la pretensión del libro condensada) y una sustanciosa colección de anexos, el libro se levanta como aquel monolito negro que miran los primitivos homínidos de Kubrick en 2001: Odisea del espacio (1968), y así debe leerse: como un instrumento de abordaje para que no sorprenda al espectador la parafernalia de la industria de cine... o que le sorprenda pero bajo advertencia, es decir conscientemente, es decir encabronado –para mayores señas de lo que el lector puede esperar–.
Del intenso libro destaca, por su deslumbrante empeño incluso dramático sobre el tema, la tercera parte, “La causa del rebeldeâ€, donde queda trazada la genealogía del insumiso en Hollywood que, por ende, también es la saga de la juventud gringa que se puede ver en pantalla grande desde su nacimiento con Marlon Brando en El salvaje (Benedek, 1953) y que González Dueñas, después de un desplante de 25 artículos, corona en la figura de Sam Shepard en Llamando a las puertas del cielo (Don’t come knocking, 2005), el largo y fino adiós que Wenders le dedica al Hollywood que lo acogió tan bien.
En esta sección –que vale por sí sola tanto o más que el anexo 6, “Tradición y rupturaâ€, que trata de la sustancia de la que se alimenta el engranaje monstruoso de la fábrica de sueños, término que también se pone bajo la mira del mirador– queda constancia del divertimento que los estudios de cine en Estados Unidos implementan para su beneficio: crear un mito para después despedazarlo y dejarlo (para bien) a su suerte, un tanto a tontas y a locas; y, luego de ir y venir con análisis contextuales y semióticos, surge un emblema inesperado del rebelde en el cine, Dennis Hopper, quien en sí mismo encarna toda la genealogía propuesta como un elemento clave de toda la gesta antiheroica que va de Busco mi destino (Easy Rider, Hopper, 1969) a La ley de la calle (Rumble fish, Coppola –quien también es desnudado minuciosa y atentamente–, 1982).
Como ya se escribió, en los anexos se dilata el final del libro, que se plantea como interminable, pero nunca se deja de lado el objetivo principal: poner en la picota de un mirón que hace de funámbulo la tenebrosa pretensión hollywoodense de aparentar la realidad de su cinismo bajo el discurso del realismo simbólico y depredante.
19.11.12