En medio de un rudimentario y breve universo de precaria arquitectura (todo estalla, todo se derrumba, todo se pulveriza), franqueado por una crisis burocrática dentro de la policía secreta al servicio de su majestad (de él), James Bond (Daniel Craig, ronroneando, muy encariñado con el personaje) levanta la más improvisada, la más bostezante, la menos pulida de las películas del agente 007 desde que tiene ojo azul.
por Josefina Gámez Rodríguez
Haciendo gala de gran turismo (ya se sabe, siempre con el modelo del lente oscuro necesario para cada tipo de luz por la que atraviesa), el terror político-informativo que combate James Bond en esta edición de sus aventuras lo pasea por México, Roma, Austria, Suiza, Túnez, un cráter al norte de África y de vuelta a Londres inmerso en una tediosa historia lineal machacada por tantas manos (John Logan, Jezz Butherworth, Neil Purvis y Robert Wade, estos últimos nombres [¿¡!?] responsables de la parodia de Bond, otra insoportable franquicia, Johnny English) que perdió el sentido.
Sin quedar claro si se está frente a una película acerca de lazos familiares, una película de amor, una de acción, de política o de migración, el filme da de sí al momento en que presenta al gran congreso de maleantes de las naciones unidas en Roma y comienza una persecución tonta, falible, por la ciudad eterna, entre el agente inglés y una mole de bruto villano silente salido del peor catálogo de forzudos.
A partir de ahí (circa una hora y cuarto) la película se enrolla y cae a lo largo de hora y media más, con todos los directores de arte preocupados por cumplir con la exposición de los lugares comunes del súper agente y por sembrar de sofisticación vacía cada set/maqueta que se dinamitará al paso de un Bond esta vez ya muy desordenado, que va del cara de palo a la sonrisa seductora, del laconismo bogartiano a la expresividad romántica, sin saber de qué lado situarse para disparar a discreción. Esta vez es un espía sin permiso para matar.
El culebrón de filme parece más una cadena de mini episodios televisivos (rondando cerca del Batman de los 60) que la desembocadura de “la comedia humana” que pretenden haya sido este serial de hasta ahora cuatro entregas (Casino Royale 2006, Quantum of Solace 2008, Skyfall 2012 y ésta) con Craig como protagonista. La industria, en su afán de perfeccionar la entrega de las ganancias nada más, acabó ensanchando la televisión y ciñendo el cine, Spectre es el testimonio. Cada país equivaldría a un capítulo fugaz pero redondo, pues se cumple aristotélicamente la regla del cuento en cada uno de ellos, y quizá sea esa operación lo que acabe por entorpecerlo todo.
Del infarto a la calma, el circo de tres pistas nubla y extiende más la historia para los espectadores: vemos a la pandilla de Bond en acción (La ley y el orden perdidos en Londres) y en el tramo final al malo de malolandia Oberhauser (Christopher Waltz desperdiciado de sí mismo) y a la guapa fatalidad condenada de Madeleine Swann (una Léa Seydoux que comienza en alto, como una impenetrable muñeca y acaba tan vulnerada y afligida como Nicole Kidman en aquella vacilada de Batman por siempre que Schumacer tuvo a bien malograr en 1995).
Es de llamar la atención la manera en que Sam Mendes rodó esta película sin brújula, pero si el lector quiere ver cómo se articula la idea “turística” de México en la película vaya a ver el esplendor de los 15 minutos que dura la persecución inicial, inmersa en tal exuberancia plástica de calaveras que acaba por triunfar en el mal gusto frente a la expedición superficial a nuestro país de cosas como Frida (Taymor, 2002) o Traficc (Soderbergh, 2000).
Spectre es un producto comercial innecesario por la irrelevancia técnica y estructural con la que está planeado... si lo estuviera.
06.11.15